sábado, 23 de octubre de 2010

BIEN JURÍDICO Y BIEN JURÍDICO-PENAL COMO LÍMITES DEL IUS PUNIENDI Por Santiago Mir Puig

I
Entre los límites que hoy suelen imponerse al Ius puniendi del Estado, ocupa un lugar destacado el expresado por el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos. Se hace hincapié en la exigencia de que el Derecho penal castigue únicamente ataques a bienes jurídicos. Ello es una de las manifestaciones de un planteamiento político-criminal más global: el que parte de la necesidad de postular un uso lo más restrictivo posible del Derecho penal. Supone la concepción del Derecho penal como un mal menor que sólo es admisible en la medida en que resulte del todo necesario. Pero ¿cuándo ha de reputarse necesaria la intervención del Derecho penal? Aquí aparece el concepto de bien jurídico: el Derecho penal es necesario cuando lo exige la protección de los bienes jurídicos. Soy de los que han subrayado en nuestro país la función limitadora que ello atribuye al concepto de bien jurídico, pero también estoy convencido de que dicho concepto no basta para decidir cuándo es necesaria su protección por el Derecho penal. No todo bien jurídico requiere tutela penal, no todo bien jurídico ha de convertirse en un bien jurídico-penal. La doctrina no ha contemplado normalmente este último concepto, sino que se ha limitado a referirse al de bien jurídico. Aquí quisiera llamar la atención sobre la conveniencia de distinguir claramente el concepto de bien jurídico-penal. Querría reflexionar sobre las condiciones que han de concurrir para que un bien jurídico merezca ser un bien jurídico-penal.
II
Son conocidas las dificultades que a lo largo de su historia ha encontrado el concepto de bien jurídico para ofrecer un límite al Ius puniendi. La insistencia con que se enarbola la bandera político-criminal del bien jurídico no puede obviar dichas dificultades. No es éste el lugar para recordar la evolución histórica del concepto de bien jurídico. Sí procede un brevísimo balance de las posibilidades limitadoras que hoy cabe reconocer al bien jurídico a la vista de sus más importantes concepciones históricas.
Es evidente, por de pronto, que la menor capacidad limitadora corresponde al concepto dogmático de bien jurídico, según el cual importan los bienes efectivamente protegidos por el Derecho. Así formulado, dicho concepto ni siquiera podría servir para exigir que la protección penal se redujera a la de aquellos bienes reconocidos por alguna norma jurídica previa al Derecho penal, a la de los bienes jurídicos que el Derecho penal se encuentra procedentes de otras ramas del Derecho. Pues, si el Derecho penal también es Derecho, bastaría que reconociese ex novo cualquier objeto no anteriormente protegido, para que dogmáticamente debiera considerarse un bien jurídico. Tal vez no fuera ésta la intención última de la concepción de Binding del bien jurídico. Al referir la protección penal a los bienes jurídicos, quizás buscaba Binding una coherencia con su atribución al Derecho penal de una naturaleza meramente sancionatoria de normas preexistentes a la ley penal. Como estas normas, los bienes jurídicos serían, entonces, previos al Derecho penal. Asignar a éste la función de tutela de bienes jurídicos equivaldría a limitar el Derecho penal a sancionar los ataques a bienes reconocidos en otros sectores del Derecho. Ahora bien, una tal concepción del bien jurídico sería tan discutible como el entendimiento meramente sancionatorio del Derecho penal. No es éste el momento de insistir en ello, pero sí conviene resaltar que una Política criminal restrictiva de la intervención penal exige subordinar ésta a valoraciones específicamente jurídico-penales, que permitan seleccionar con criterios propios, especialmente estrictos, los objetos que merecen amparo jurídico-penal y no sólo jurídico in genere. Como experiencias recientes hacen plausible, concebir el Derecho penal como apéndice sancionador del ordenamiento jurídico puede conducir, por el contrario, a la tendencia a buscar continuamente el apoyo sancionador del Derecho penal. Sobre esto me extendí en una Ponencia que presenté en esta misma Universidad el año pasado.
Del concepto dogmático de bien jurídico no cabe esperar, pues, la esperable función limitadora del Ius puniendi. Pero tampoco es suficiente la capacidad de limitar al legislador que puede tener un concepto político-criminal de bien jurídico. Aunque tal concepto pretende decidir qué es lo que merece ser considerado como bien jurídico —y no sólo describir lo que el legislador de hecho reconoce como tal—, no sirve por sí solo para resolver la cuestión de cuándo lo que merezca dicha consideración de bien jurídico exige, además, la protección jurídico-penal. Ello no significa que sea inútil la aproximación político-criminal al bien jurídico, sino sólo que no es suficiente si no va acompañada de un concepto político-criminal de bien jurídico-penal.
Desde el prisma de un Estado social y democrático de Derecho, no es inútil reclamar un concepto político-criminal de bien jurídico que lo distinga de los valores puramente morales y facilite la delimitación de los ámbitos propios de la Moral y el Derecho; no es ocioso situar los bienes merecedores de tutela jurídica en el terreno de lo social, exigiendo que constituyan condiciones de funcionamiento de los sistemas sociales, y no sólo valores culturales como pretendió el neokantismo; y, finalmente, es ciertamente conveniente postular que el bien jurídico no sólo importe al sistema social, sino que se traduzca además en concretas posibilidades para el individuo. Todo ello sirve para determinar la materia de lo jurídicamente tutelable, y siendo el Derecho penal también Derecho, también ofrece la sustancia básica de lo protegible jurídico-penalmente. Pero no todo cuanto posea dicha materia —de interés social relevante para el individuo— podrá, obviamente, elevarse a la categoría de bien merecedor de tutela jurídico-penal, de bien jurídico-penal.
La señalada necesidad de acompañar la teoría del bien jurídico, de la concreción ulterior de lo que merece considerarse bien jurídico-penal, se advierte claramente cuando se pretende utilizar la concepción político-criminal del bien jurídico para determinar hasta dónde debe llegar la intervención del Derecho penal para proteger nuevos intereses colectivos o sociales, también llamados «difusos» porque se caracterizan por hallarse difundidos entre amplias capas de la población. La Reforma del Código penal de 1983 amplió la tutela penal en el ámbito de intereses de este tipo, como la seguridad en el trabajo, la salud pública, el medio ambiente, la libertad sindical y el derecho de huelga. En un Estado social no cabe discutir la importancia de esta clase de intereses, y por supuesto se trata de bienes que merecen protección jurídica. Pero ello, suficiente para afirmar que reúnen los requisitos de un concepto político-criminal de bien jurídico como el que creemos defendible, no basta para decidir el importante debate actual acerca de los criterios que han de decidir qué límites deben presidir la intervención del Derecho penal en este ámbito.
III
En lo que sigue trataré de esbozar algunos criterios que pueden utilizarse para hallar la diferencia específica del concepto que postulo de bien jurídico-penal. Como es obvio, con ello sólo pretendo introducir de forma muy esquemática en una problemática que aquí únicamente cabe insinuar.
Para que un bien jurídico (en sentido político-criminal) pueda considerarse, además, un bien jurídico-penal (también en sentido político-criminal), cabe exigir de él dos condiciones: suficiente importancia social y necesidad de protección por el Derecho penal. En lo que sigue me ocuparé especialmente de analizar el alcance que ha de corresponder a la primera de estas dos condiciones y concluiré con una breve referencia a la segunda.
1. La importancia social del bien merecedor de tutela jurídico-penal ha de estar en consonancia con la gravedad de las consecuencias propias del Derecho penal. Permítaseme que reproduzca aquí unas líneas de la Ponencia que presenté en esta misma Universidad sobre el principio de intervención mínima: «El uso de una sanción tan grave como la pena requiere el presupuesto de una infracción igualmente grave. Al carácter penal de la sanción ha de corresponder un carácter también penal de la infracción. El Derecho penal no puede usarse para sancionar la infracción de una norma primaria merecedora de naturaleza penal. Sólo las prohibiciones y mandatos fundamentales de la vida social merecen adoptar el carácter de normas penales. Sólo las infracciones de tales normas merecen la consideración de “delitos”.» Reclamar una particular «importancia social» para los bienes jurídico-penales significa, pues, por de pronto, postular la autonomía de la valoración jurídico-penal de aquellos bienes. Y significa erigir en criterio básico de dicha valoración específica el que tales bienes puedan considerase fundamentales para la vida social. Lo primero —la autonomía valorativa del Derecho penal— supone el rechazo de una concepción de éste como instrumento meramente sancionador de valores y normas no penales. Lo segundo —la exigencia de que los bienes jurídico-penales sean fundamentales para la vida social— obliga a precisar de algún modo el sentido de esta exigencia.
En realidad, las divergencias ante la cuestión de si hay que criminalizar, o no, determinado interés empezarán en este punto. Será fácil el acuerdo hasta aquí, pero será mucho más difícil coincidir en la apreciación de cuándo un interés es fundamental para la vida social y cuándo no lo es. Hasta cierto punto ello es inevitable, pues se trata de una cuestión valorativa, pero es bueno tratar de hallar criterios que puedan auxiliar en la discusión racional (intersubjetiva) del problema. Personalmente intentaré alguna reflexión al respecto.
a) Es innegable, por de pronto, que el reconocimiento constitucional de un bien debe servir de criterio relevante para decidir si nos hallamos en presencia de un interés fundamental para la vida social que reclame protección penal. Sin embargo, la cuestión no puede resolverse de plano con el solo recurso a la Constitución, que tampoco en este punto constituye la varita mágica que algunos creen. Ello se debe a diversas razones.
En primer lugar, aunque según el artículo 9 de la Constitución ésta obliga a los ciudadanos y a los poderes públicos, no cabe olvidar que la función primordial de la Constitución no es regular el comportamiento de los ciudadanos entre sí, sino establecer las claves fundamentales del ejercicio del poder político. El reconocimiento de bienes y derechos que se efectúa en la Constitución tiene ante todo por objeto fijarlos como límites que deben respetar los poderes públicos. Aunque, además, también se imponga el respeto de tales derechos a los ciudadanos, él criterio primario de selección de los mismos sigue siendo el de orden político mencionado. Sólo en algún caso parece predominar la voluntad de dirigirse a los ciudadanos: así en el artículo 18, que garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen —y aun aquí habrá movido seguramente al legislador la voluntad de proteger estos derechos frente a medios de comunicación que de hecho ostentan una dimensión pública—.
En segundo lugar, no puede entenderse que la Constitución imponga al Estado no sólo el deber de respetar los derechos fundamentales, sino también el de sancionar penalmente su vulneración. No cabe olvidar que la intervención penal supone también lesión de derechos del condenado. Ello exige una ponderación de intereses no resuelta expresamente por la Constitución.
Por último, aunque la Constitución reconozca un determinado bien, sería evidentemente contrario al principio de proporcionalidad protegerlo penalmente de todo ataque, incluso ínfimo, sin requerir un mínimo de afectación del bien. Precisamente, en la práctica, el problema suele ser qué grado de afectación de un determinado interés es suficiente para hacerlo objeto de tutela jurídico-penal. Luego pondré un ejemplo relativo a los límites de la protección penal de la salud.
Ahora bien, insisto en que ello no significa que el reconocimiento constitucional de un derecho o bien no deba tomarse muy en consideración para valorar su grado de importancia en orden a su posible tutela jurídico-penal. Pero tal dato no basta por sí solo, sino que ha de acompañarse de otras consideraciones específicamente orientadas a la finalidad político-criminal aquí perseguida. A continuación esbozaré alguna.
b) Para decidir la cuestión de si ha de ampararse penalmente un determinado interés social que hasta ahora no lo es, o la de si debe o no despenalizarse un bien hasta ahora penal, puede ser útil partir de la comparación con los bienes jurídico-penales que integran el núcleo del Derecho penal. Se advierte, entonces, fácilmente que los bienes jurídico-penales más indiscutidos, los que han calado más hondo en la conciencia social y han perdurado a lo largo de los siglos, son aquellos que afectan en mayor medida y más directamente a los individuos. Es cierto que en épocas anteriores el poder político otorgó la máxima protección penal a valores estatales y religiosos, pero también es evidente que ello responde a concepciones superadas en nuestro ámbito de cultura, concepciones que no decidían el contenido del Derecho penal con arreglo al criterio de los intereses fundamentales de la sociedad. En el Estado social actual vuelve a plantearse la cuestión de si el conjunto social merece tanta o mayor protección jurídica que los individuos. Es en este contexto en el que hoy se debate la tutela penal de nuevos intereses colectivos.
Hay dos enfoques posibles en la valoración de los intereses colectivos. Uno, es contemplarlos desde el punto de vista de su importancia para el sistema social. Otro, valorarlos en función de su repercusión en los individuos. El primero es el adoptado por el Estado social autoritario, caracterizado por subordinar el individuo al todo social. El Estado social democrático ha de preferir el segundo enfoque: le importan los intereses colectivos en la medida en que condicionen la vida de los individuos. La razón es obvia: se trata de que el sistema social se ponga al servicio del individuo, no de que el individuo esté al servicio del sistema.
Desde este punto de vista, la valoración de la importancia de un determinado interés colectivo exigirá la comprobación del daño que cause a cada individuo su vulneración. El problema que se plantea en este punto es el de si la extensión del interés a amplias capas de la población ha de conducir a afirmar la suficiente importancia de dicho interés para que pueda convertirse en objeto del Derecho penal. Puede suceder que un interés muy difundido en la sociedad no afecte a cada individuo más que en forma leve. El Estado social no puede desconocer la significación que por sí misma implica la extensión social de un determinado interés, pero tampoco ha de prescindir de exigir como mínimo una determinada gravedad en la repercusión del interés colectivo en cada individuo.
Creo que ésta es una vía de razonamiento que debe atenderse si se quiere evitar la peligrosa tendencia que posee todo Estado social a hipertrofiar el Derecho penal a través de una administrativización de su contenido de tutela, que se produce cuando se prima en exceso el punto de vista del orden colectivo.
Sólo pondré un ejemplo. No cabe negar que la salud pública es un interés colectivo que afecta a cada individuo, pero habrá que exigir un determinado grado de lesividad individual para que importe al Derecho penal, y, por otra parte, la protección penal que merece depende también de esa lesividad individual. Hasta ahora no se ha creído que el alcohol o el tabaco afecten suficientemente a la salud como para criminalizar su venta o su consumo. Respecto al tabaco, el punto de vista del orden colectivo va conduciendo a incrementar la prohibición de su consumo en lugares públicos. Ello es admisible —yo lo admito— en la medida en que se trate de prohibiciones meramente administrativas. La indudable extensión social del problema no ha de bastar, en cambio, para legitimar la intervención del Derecho penal. Esta misma línea de argumentación afecta a una problemática mucho más seria: la de los límites de la punición en materia de drogas. Es preciso insistir en la diferenciación de las drogas según su distinto efecto lesivo para el individuo. También hay que tener en cuenta que la lesividad individual viene en este caso acompañada del consentimiento de la víctima. No debe atenderse únicamente al aspecto de orden general que, sin duda, predomina en la actitud del Derecho penal frente a las drogas.
c) En este ejemplo de la salud que hemos propuesto se advierte no sólo la mencionada tensión entre lo colectivo y lo individual, sino también que no basta constatar la importancia abstracta del bien, sino que es exigible una importancia del concreto grado de afectación de dicho bien. No basta que la salud sea en abstracto un bien social fundamental para proteger penalmente cualquier pequeña merma de la salud. He aquí un peligro que encierra la concepción abstracta de los bienes jurídicos que es usual. Según la misma, se clasifican los bienes por la clase genérica de interés a que afectan, sin atención al diferente grado de implicación de tal interés. Se incluyen así dentro del bien jurídico salud desde sus más importantes manifestaciones, hasta sus más insignificantes. Lo mismo sucede con otros muchos bienes graduables, como el de la propiedad. Ahora bien, si se prescinde de sus diferentes manifestaciones cuantitativas, de poco puede servir para la delimitación de lo penalmente protegible la sola alusión a géneros tan amplios como la salud o la propiedad. Habría que concretar más, en función de los diferentes grados de afectación del interés. Que una gran cantidad de dinero deba constituir un bien jurídico-penal no significa que una pequeña suma deba considerarse necesariamente un bien merecedor de tutela penal. Si para una teoría del bien jurídico general no es tan necesario el grado de concreción que estoy propugnando, el mismo resulta imprescindible para una teoría del bien jurídico-penal que pretenda ofrecer criterios útiles para la delimitación de los objetos de protección del Derecho penal. Es evidente que en buena parte de los casos los problemas de decisión de si procede, o no, la intervención penal dependen de que se estime suficiente o no la concreta entidad del bien afectado.
2. Esta exigencia afecta al requisito de importancia social del bien, pero conecta ya con el segundo requisito de necesidad de protección penal del mismo. Sobre este otro elemento que debe concurrir en el concepto político-criminal del bien jurídico-penal, no puedo extenderme aquí. Me limitaré a dejar planteado el tema.
No basta que un bien posea suficiente importancia social para que deba protegerse penalmente. Es preciso que no sean suficientes para su tutela otros medios de defensa menos lesivos: si basta la intervención administrativa, o la civil, no habrá que elevar el bien al rango de bien jurídico-penal. Lo que sucede es que con frecuencia será necesaria la protección penal de un bien frente a algunas formas de ataque especialmente peligrosas y no frente a otras. Aquí hay que referirse, también, al problema de en qué medida es necesario que los ataques penalmente sancionables produzcan un resultado efectivamente lesivo o en qué medida basta que pongan en peligro los bienes jurídico-penales. Ahora bien, en cuanto la falta de necesidad de protección frente a ciertas formas de ataque no dependa de la importancia abstracta del bien ni de su concreto grado de afectación, no podrá decidirse con el solo criterio de la entidad del bien. Ello pone de manifiesto algo con lo que llegamos a los límites de la función político-criminal del bien jurídico-penal, y con ello también el objeto de mi intervención, a saber: que el principio de exclusiva protección de bienes jurídico-penales es sólo uno de entre los distintos principios que deben limitar el Ius puniendi en un Estado social y democrático de Derecho.



Mir Puig, Santiago, «Bien Jurídico y Bien Jurídico-Penal como Límites del Ius Puniendi» en Estudios penales y criminológicos, XIV, 1991 (Universidad de Santiago de Compostela), pp. 205 y ss.

LAS IMÁGENES DEL HOMBRE EN EL DERECHO PENAL MODERNO Nils Christie Instituto de Criminología y Derecho Penal, Universidad de Oslo, Noruega

El guerrero lleva armadura, el amante flores. Están equipados de acuerdo con las expectativas de lo que va a pasar, y sus equipos aumentan las posibilidades de realización de esas expectativas.
Lo mismo ocurre con el derecho penal.
A continuación, me referiré a tres elementos del equipo que se usa en el derecho penal moderno. No voy a decir mucho que no conozcan de antemano. Mi reclamo de originalidad está en el contexto y organización de los puntos.
Primero: la pena es un mal con intención de ser eso. Tiene que ver con el sufrimiento. Algunas personas deciden que otras deben sufrir un castigo, decisión que en la mayoría de las sociedades tiene consecuencias profundas, para y dentro del sistema que decide. Para lograrlo, el sistema penal debe, en la mayoría de los casos, estar organizado de manera especial. Esta organización representa un cuadro que sobreexpone algunas características de los que reciben castigo y subexpone otras. Crea condiciones que influyen en la imagen del hombre que el derecho penal ha creado. Trataré de describir el cuadro.
Segundo: las razones expuestas para la pena, la retórica oficial, las teorías del derecho penal, varían de tanto en tanto y de lugar en lugar. Estas variaciones no se producen al azar. Son reflejos de las propias sociedades, mientras que también resaltan algunos elementos importantes de las mismas. Las teorías penales modernas son el reflejo de los intereses del estado y de la visión del mismo. Las teorías penales tienen una imagen del hombre adecuada al sistema que lo castigará. A través de esta imagen podemos entender más sobre el estado. A través del estado podemos entender más la situación del hombre.
Tercero: las estructuras dominantes tienen subcorrientes alternativas. Estas subcorrientes pueden representar remanentes históricos. Pero también pueden representar a los primeros indicadores de potencialidades de cambio. En la tercer sección me referiré a algunas imágenes alternativas del hombre, y a qué tipo de teoría penal, si la hubiera, nos conducirían estas imágenes.

I
Las dicotomías son el equipo natural del derecho penal. Alguien debe sufrir. Por lo tanto es necesario distinguir con claridad entre blanco y negro, malo y bueno, criminal y no criminal. La víctima más adecuada es totalmente blanca, el atacante igualmente negro. El derecho penal es —para dar una descripción típica— la actividad del esto o aquello. O se es inocente o se es culpable. Por supuesto, la vida real crea excepciones: “Culpable, pero por haber atenuantes se lo multa con sólo 25 centavos”. O peor aún: “Inocente, pero como su comportamiento fue dudoso no recibirá compensación por el medio año que pasó en prisión a la espera del juicio”. O en el caso de Escocia: “Culpabilidad no probada”.
Las variables continuas son más el equipo natural del derecho civil. Aquí no se da la situación extrema del todo o nada. En una causa civil siempre se puede llegar a un acuerdo. Las partes pueden negociar, en algunos casos con cierta coerción por parte del juez. Aún en los casos donde es “imposible” dividir, por ejemplo, en un juicio de divorcio resolver quién se queda con el hijo único, se puede llegar a un acuerdo: la madre tiene derechos sobre el niño la mayor parte del año, el padre, durante las vacaciones de verano. El derecho civil puede utilizar la mitad, un cuarto o fragmentos de los derechos. El derecho penal se limita al todo o nada.
El carácter dicotómico del derecho penal —la aplicación del sistema de clasificación binario— influye tanto en la evaluación de los actos como en la evaluación de las personas. Los actos son correctos o incorrectos —criminales o no criminales— y las personas son criminales o no criminales. Por lo tanto, a partir de esta primera caracterización, el derecho penal es un tipo de derecho que lleva a un cuadro simplista del hombre y sus actos.
Esta necesidad de soluciones dicotómicas simplistas tiene otras consecuencias. Generalmente tiende, en toda situación, a delimitar el área de interés a aquellos aspectos que son más convenientes para este tipo de simplificación. Concretamente, esto significa que, por un lado el derecho penal tiende a fijarse más en los actos que en las interacciones; y por otro, que se fija más en los sistemas biológicos o de la personalidad que en los sistemas sociales. Pasaré a explicar estos dos puntos:
Cuanta más estrecha es la definición de un acto, más fácil resultará clasificarlo bueno o malo. Matar está mal, salvar la vida está bien. El que mata es un asesino, el que salva un héroe. El caso ya no es tan claro cuando nos enteramos que la muerte fue producto de una provocación. En esta situación, para ajustamos a la primera idea de que el que mata es un asesino, necesitamos enterarnos que la provocación fue insignificante y el provocador una persona débil.
Cuanto más veamos al acto como un punto en el tiempo y no como un proceso, más fácil resultará la tarea de clasificarlo desde la perspectiva del derecho penal. Cuanto menos sepamos de toda la situación, más simple será nuestra tarea de clasificación.
El segundo elemento del pensamiento dicotómico dentro del derecho penal es la tendencia a observar los sistemas biológicos o de la personalidad mucho más que los sistemas sociales. Si se prestara atención al sistema social se abriría la posibilidad de analizar la interacción más que la acción. Ello también permitiría realizar un análisis de “la responsabilidad social”, concepto que no se adecua al derecho penal. Por supuesto, la responsabilidad es un concepto clave para el derecho penal, pero la responsabilidad personal. ¿Se
puede decir que el transgresor es personalmente responsable de sus actos, ¿Sabía él lo que estaba pasando? ¿Se lo puede culpar? La responsabilidad social da lugar a dos cuestiones mucho más complejas. Primero: Cuando se considera la situación social total de un supuesto delincuente, ¿éste lo es verdaderamente? Cuando un niño de color, triste, hambriento y despojado, que vive en un barrio pobre que rodea al paraíso material de los blancos, les come sus manzanas ¿es un delito?, ¿es un delincuente? En segundo lugar, el concepto de responsabilidad social, según la interpretación, podría dar lugar a la idea de que la culpa no es de los individuos, si no de los sistemas sociales. Este sería el enfoque marxista. El sistema social sería el culpable, los capitalistas deberían dimitir, eventualmente se los condenaría, mientras que el niño de color que comió las manzanas seria dejado en libertad. Pero éste también es el enfoque que se aplica cuando los estados declaran culpables, merecedores de castigo, a otros estados, o subsistemas dentro de los mismos estados. Todos conocemos casos históricos de naciones consideradas como “malas” o como “criminales”, pero también nos damos cuenta, en tiempos más calmos, de las limitaciones de estas caracterizaciones. Entonces podemos ver que los ciudadanos de esas naciones son buenas personas, o al menos personas comunes y, por lo tanto nos resulta repulsivo que se les apliquen castigos como si fueran una unidad. Los castigos colectivos, por ejemplo, castigar a algunos miembros de una familia por actos cometidos por otros, no son atractivos para la comunidad occidental y sus sistemas de valores.
Sin embargo, cuando se trata de personas, las características dicotómicas simplificadas parecen al menos mucho más útiles. “Psicópata”, “monstruo”, “criminal”, “hombre peligroso” son los términos que se utilizan una y otra vez en la descripción general de aquellos que han estado en contacto con la maquinaria del derecho penal. También podemos observar la abundante energía que emplean los tribunales para examinar al individuo, a su personalidad, comparada con la que utilizan para estudiar el sistema social al que pertenece. La biología, la siquiatría y la sicología resultan ser auxiliares más “naturales” de los tribunales penales que la sociología. Los individuos son más fáciles de clasificar en categorías adecuadas al derecho penal, son blancos más fáciles para la culpa y el dolor que los sistemas sociales.
Con frecuencia se afirma que los tribunales penales son medios pedagógicos que mantienen las normas y enseñan a la población lo que está bien y lo que está mal. Puede ser. Pero también sabemos ahora que los tribunales penales —al igual que el sistema educativo en general— llevan un mensaje oculto, al menos, adicional. Según este mensaje, tanto los actos como las personas pueden y deben evaluarse con simples dicotomías. También se destaca el interés particular por delimitar actos en vez de interacciones, por las personas en vez de los sistemas sociales y por los aspectos negativos simplistas de las mismas. Todos los sistemas legales tienen reglas de importancia. La práctica del derecho consiste en poder decidir lo que es importante y lo que no lo es. El derecho penal —considerando que el dolor es su principal instrumento— se orienta a la minimización del número de atributos que pueden ser importantes.

II
Los sumos sacerdotes de los sistemas de derecho penal son los jueces de la Corte Suprema, quienes, algunas veces, están en coalición con los principales profesores universitarios de derecho penal, y otras en franco enfrentamiento. En Escandinavia hay una relación de paz y respeto entre ambos. Se citan extensamente e interactúan en los mismos círculos. Juntos son fuentes muy importantes para la moralidad de nuestras sociedades. Estudiaron en las mismas universidades, en las mismas facultades, los jueces fueron alumnos de los viejos profesores, pero algunos jueces también fueron profesores universitarios de los profesores más jóvenes. Pertenecen a la misma clase social, colaboran con los mismos comités,
y todos reciben su paga directamente del Estado. Son empleados estatales.
Sin duda, su pensamiento jurídico tiene un marcado acento utilitarista.
La idea básica de la pena en esta parte del mundo es lograr la conformidad con las leyes. La pena es siempre considerada un instrumento para controlar a los ciudadanos. Si la delincuencia aumenta, se responde con un aumento en la pena para hacer retroceder las conductas indeseables a niveles más aceptados. Si aumenta el uso de la droga, se debe aumentar la pena; si el uso decrece, también debe decrecer la pena. El hombre aparece como determinado por el dolor y el placer. También se lo considera hijo del estado. La imagen que los suecos tienen de su estado se define con una palabra “folkhemmet”, es decir, el hogar de las personas, de las personas comunes. Es el lugar gobernado por una autoridad benevolente —para el bienestar de todos. Es una vieja idea, pero que hoy tiene un escenario más peligroso. Mientras que
los viejos pensadores utilitaristas se
basaban en un estado tradicionalmente débil, con una intervención mínima, los pensadores modernos son miembros de estados poderosos que supuestamente deben cuidar de todos.
La conformidad se puede lograr de dos formas.
Primero, como acciones dirigidas hacia el transgresor individual. Se lo debe castigar y, según el caso, tratar. Sin embargo, estos esfuerzos preventivos-individuales causaron considerables problemas: hoy sabemos bastante bien que el tratamiento de los delincuentes no funciona, por lo menos en cuanto al objetivo de disminuir la reincidencia. Es abundante la investigación que prueba que ninguno de los tipos convencionales de castigo o tratamiento —con excepción de la castración, tal vez— tiene efectos beneficiosos alguno en la posibilidad de que el transgresor, una vez de regreso a la vida normal,
no vuelva a cometer delitos. Además —y ésta ha sido un área importante de la investigación realizada por la criminología escandinava— resulta claro que las propias ideas de tratamiento son usadas para mantener a los transgresores bajo un mayor control total —y con frecuencia durante más tiempo— que si “sólo” se pensara en castigarlo. La mayoría de las penas son determinadas por la idea de proporcionalidad entre crimen y castigo. Casi siempre se considera al tratamiento como beneficioso, y por lo tanto el transgresor no está tan bien protegido contra éste —como lo está frente al castigo— aún cuando la realidad del tratamiento sea idéntica a la del encarcelamiento. El caso extremo es tratar preventivamente a las personas porque se las ve en peligro de convertirse en delincuentes. Lo mismo ocurre cuando, en base a pequeñas infracciones, las personas son consideradas peligrosas y enviadas a prisión por un indeterminado —aunque en la mayoría de los casos muy prolongado período de tiempo. Los criminólogos han podido demostrar —más allá de toda duda razonable— que no se puede confiar en estas predicciones, pero que para los estados, el uso de esta forma de condena intermedia, presenta tantas ventajas, que aún hoy se la sigue aplicando en muchos estados modernos.
(Permítaseme hacer un agregado a lo dicho sobre el tratamiento. El tratamiento no reduce la reincidencia. Pero, por supuesto, éste no es un argumento en contra del mismo. Probablemente los transgresores necesiten tratamiento médico y psiquiátrico más que otras personas. Tienen derecho al mismo, siempre y cuando no se lo utilice para mantenerlos más tiempo en la cárcel).
Bombardeados por los resultados de la ineficiencia del tratamiento en la reincidencia, y también por los peligros de la ideología del tratamiento, los voceros de las teorías penales utilitarias han dejado de lado la idea del castigo motivado por la necesidad de tratar los malos hábitos del transgresor para referirse a la necesidad de disuadir a las otras personas, o de implantar la prevención general como se la llama en Escandinavia. Así, se castiga al transgresor, no para que éste mejore —ya sabemos que no lo hará— si no para controlar a las otras personas. Esta idea de prevención general es el núcleo de la imagen del hombre para la teoría penal moderna. Se castiga al transgresor, no por sí mismo, ni siquiera por algún principio abstracto de justicia, si no para poder controlar concretamente a los demás. Se castiga a las personas para que sirvan como ejemplo aleccionador. El dolor se utiliza para beneficio de otros. Por haber cometido un delito, uno es usado como una cosa, en el proceso social.
El esfuerzo de la investigación empírica por descubrir si es útil usar al hombre está en completa armonía con esto. Ya me referí a los resultados de la prevención individual. No funciona. Cuando se trata de investigar sobre la prevención general, los resultados son más claros, sobre todo por la falta de claridad sobre el significado del concepto de “prevención general”. Nadie niega los resultados del control directo. Si hay un policía controlando el cruce de calles, serán más los conductores que respetan la luz roja. Lo que no queda claro es si dos años de cárcel tiene mayores efectos pedagógicos sobre la población general, que un año. La cuestión principal es que esto surge como un problema y como tal debe ser abordado por las investigaciones empíricas. Si dos años tuvieran mejores efectos que uno, esto hablaría en favor de hacer sufrir a los delincuentes durante dos años y no uno. Mediante la ciencia empírica estas mediciones obtienen cierta legitimación obvia. Como si las mediciones tuvieran alguna importancia cuando se las compara con consideraciones éticas, el cuestionamiento acerca de si fue correcto y justo lo que le pasó al transgresor.
Por supuesto que hay límites, aún dentro de este pensamiento de orientación utilitaria. Las personas culpables de cometer delitos pueden ser ejemplos aleccionadores, pero hasta cierto punto. Johs Andenæs (1974, p. 75), el gran profesor escandinavo de derecho penal, trata de combinar lo mejor de los dos mundos. En primer lugar, subraya las consideraciones utilitarias dominantes:
Me cuesta aceptar que deba ser tarea del estado aplicar castigo sin un objetivo práctico. Pero, agrega inmediatamente: Por otro lado, las consideraciones sobre la humanidad y la justicia crean los límites para el uso del castigo.
No se puede condenar de por vida a los que cometen robos menores, aún cuando esto pueda ayudar a mantener inactivos a ladrones potenciales. El no usar cinturones de seguridad —penado por la ley en Noruega— no puede castigarse con condenas largas, aún cuando al obligar a la población a usar cinturones pueda salvarse muchas vidas.
Por lo tanto, hay límites. El problema es que se emplea tanta energía e interés en la utilidad y en la investigación empírica, que nada queda para las cuestiones éticas. O expresado de otra manera: si mantener el pensamiento utilitario bajo cierto tipo de control y el principio de justicia como una limitación a lo que es útil, es considerado como un objetivo importante, mucho más lo es especificar estos límites creados por la justicia. Pero estas especificaciones no existen para el derecho penal moderno occidental. Las referencias a la humanidad y a la justicia siguen siendo generalizaciones, son una especie de charla cotidiana, ilustrada algunas veces por los ejemplos que dan los expertos sobre lo que ellos personalmente sienten que podría ser aceptable como una medida justa del dolor en determinadas situaciones. Las consideraciones sobre la justicia no están especificadas ni delimitadas, como si sólo fueran un decorado en torno al uso del transgresor como un instrumento de aleccionamiento popular.
Franz von Liszt fue uno de los padres del pensamiento utilitario dentro del derecho penal. Durante el siglo pasado tuvo una gran influencia sobre el pensamiento penológico, primero y principalmente en Alemania/Austria —donde nació y trabajó— pero que luego se extendió al resto del mundo industrializado. Su “Marburgerprogramm”, de 1882, fue considerado como la principal ruptura con el pasado oscuro donde los delincuentes eran castigados sin un buen objetivo, y donde las necesidades nacionales de los estados modernos no interesaban en el proceso penal. Un verdadero desperdicio de las oportunidades que ofrecen las sociedades industriales. Von Liszt predicó a favor del tratamiento de los que podían ser tratados y de la eliminación de los que no eran tratables, considerando siempre los efectos preventivos de la pena.
Sólo en los últimos años von Liszt, o mejor dicho sus ideas, fueron atacadas en su base. El ataque provino de dos posiciones opuestas, de la derecha y de la izquierda, de escritores radicales de derecho penal y de criminólogos, particularmente en Austria, y de círculos mucho más conservadores, como es el caso del Profesor Nauke de la Facultad de Derecho, de la Universidad Wolfgang Goethe en Frankfurt. Pero todos han atacado el pensamiento utilitario y reclamado alternativas. De estas posiciones surge la cuestión de la relación entre las ideas de von Liszt y el desarrollo de las instituciones penales en Alemania a partir de 1933. Nadie afirma que von Liszt sintiera simpatía por los nazis. Era un firme Socialdemócrata. También los abogados nazis criticaron ferozmente sus ideas. Pero fundamentalmente por considerarlas demasiado blandas. Sin embargo, estuvo a favor de la eliminación de los que no tuvieran cura, de las condenas indeterminadas y de la expulsión de elementos no productivos como los gitanos y los borrachos. Y lo que es muy importante, no presentó una guía efectiva de cómo limitar estas medidas. Como escribiera el Profesor Nauke (1982) en un extenso artículo que revisaba el programa de Marburg: el programa de política criminal de von Liszt sería útil para cualquier estado. Cualquiera.
Pero el pensamiento utilitario presenta problemas para los estados democráticos tradicionales y para los relativamente moderados. Muy especialmente cuando el pensamiento utilitario, anclado en las necesidades de los estados, crea problemas respecto a las minorías. La cuestión es muy simple: las minorías no pueden ganar en los sistemas que se basan en las decisiones de la mayoría, si no se aplican criterios externos de la ley estatal. Con consideraciones utilitarias como las últimas, no hay límites naturales para los excesos del estado. No hay razones naturales por las que la mayoría debiera mostrar moderación. Habiendo sido elegido democráticamente, el Parlamento, por unanimidad, puede con la mejor conciencia del mundo aplicar todo tipo de restricciones, incluyendo la pena por desobediencia. Es fácil que la cultura minoritaria se extinga dentro de los límites del estado democrático. El ser humano es considerado como alguien cuyos derechos son inferiores a los decididos por mayoría simple en una asamblea de estado.
En la búsqueda de remedio contra estos peligros del pensamiento utilitario, se han hecho nuevos intentos para proteger al transgresor vinculando directamente el castigo con el delito. En los países escandinavos, este intento se llama teoría penal “neoclásica”. Inkeri Anttila y Patrik Törnudd son sus principales voceros. En los EE.UU. este intento se conoce como modelo de “sólo lo merecido”, y Andrew von Hirsch su principal defensor, especialmente en su libro “Boing Justice” (1976). En ambos casos se intenta aplicar un castigo equivalente al acto cometido. El problema es que ni los castigos ni los actos son siempre equivalentes o iguales, excepto cuando intencionalmente se dejan de lado las diferencias entre las sociedades en que ocurren y entre las personas que los ejecutan o reciben. El modelo de “sólo lo merecido” en un intento de hacer justicia dejando de lado las variables más importantes. El hecho de dejar que la gravedad del delito determine la severidad del castigo ilustra —o expone— el cuadro extremadamente simplista del hombre y de sus actos que tiene el derecho penal moderno.
Tanto el pensamiento neoclásico como el modelo de “sólo lo merecido” quedan fácilmente al servicio del pensamiento utilitario. Los castigos deben ser justos en el sentido de igualdad, pero el nivel de los mismos puede ser mayor o menor según resulte útil para quienes legislan. El fuerte aumento de la severidad de los castigos en EE.UU. que se observa recientemente —en una supuesta lucha por la ley y el orden— fue posible de lograr dentro del marco de “sólo lo merecido”. Este último significa igual castigo para actos supuestamente iguales, pero el nivel puede establecerse fuera de las consideraciones puras de las necesidades del estado. Y una vez más: en cualquier estado.
Pero también es posible que el nivel de castigo dentro de los modelos neoclásicos y de “sólo lo merecido” se basa en consideraciones totalmente diferentes. Veamos.

III
Lo opuesto al derecho penal utilitario podría en primer lugar caracterizarse como el castigo sin un propósito. Se castiga por que sí. Lo mismo ocurre con el lamento. Uno se lamenta por lamentarse. El castigo se convierte en una cuestión moral. Existen normas para el castigo correcto, pero estas normas no se basan en lo que pueda considerarse como útil. Aún los activistas de las teorías sobre la prevención general —como ya vimos— creen que al menos hay límites para los castigos. Estas normas —límites— son las que supuestamente evitan que se cometan excesos con la prevención general. Pero esta es una excepción, las teorías penales no utilitarias parecen totalmente anticuadas en nuestros tiempos. El castigo sin un propósito suena anacrónico para las sociedades racionalmente orientadas hacia un objetivo. En los textos del derecho penal moderno estas teorías sólo son mencionadas como reliquias históricas que dejaron de aplicarse hace ya dos siglos.
Pero desde nuestra perspectiva —perspectiva que intenta captar la imagen del hombre según el derecho penal— el derecho penal no utilitario presenta algunas ventajas. El hombre no es sólo una cosa, una mercancía para utilizar. Además, si el castigo no tiene un objetivo social, tendremos la oportunidad de concentrarnos en un tema donde las teorías manipuladoras fracasan completamente. Cuando el castigo no tiene un objetivo, tenemos la libertad de concentrarnos en las consideraciones puramente morales. Somos libres para aplicar una imagen del hombre como una persona compleja, única, en interacción con otras personas también complejas, en situaciones que son siempre distintas.
Sin embargo, hay dos variantes principales de las teorías penales no utilitarias. Una tiene una similitud básica con las teorías utilitarias en un punto muy importante. Es una verdad fundada en autoridades fuertes, no disputables. Las teorías utilitarias tienen al estado como basamento. La mayoría de las teorías no utilitarias tienen citas de Dios, de los profetas o de otras autoridades. La concepción es que la verdad existe en alguna parte, otorgada por alguna autoridad absoluta, y la tarea del experto es traducir la verdad al lenguaje moderno. El teorizador sólo es un vocero de Dios, de la misma manera que los modernos
lo son del Estado.
Una alternativa a la idea de la ley como algo existente, realizada por Dios o por la naturaleza, es la de la justicia no existente, sino creada. Según esta alternativa la justicia no consiste en principios ya hechos que deben ser descubiertos por métodos aplicados dentro de la ley o de las ciencias sociales, sino como principios formulados en el proceso de su descubrimiento. Es el concepto de que la verdad no existe sino en el momento de su creación. Es la concepción del ser humano como un agente moral, como un profeta.
Así se abren nuevos interrogantes, como por ejemplo, cuál es la organización social más adecuada para crear normas de justicia y normas de castigo, en caso de que este último sea considerado. Algunos pensarán que los abogados son particularmente útiles en este proceso. Por el contrario otros pensarán que las personas comunes, no contaminadas por el sistema legal, son las más adecuadas. Yo estoy de acuerdo con estos últimos. La explicación está dada en un trabajo llamado “Conflicts as Property” (Christie, 1977). Sólo agregaré: los investigadores sociales no están en mejores condiciones que los abogados para realizar esta tarea. En particular, los estudios de la opinión pública sobre el sentido general de justicia no sirven, porque no son lo suficientemente profundos y en nuestro tiempo son sólo reflejos de estereotipos creados por los medios de comunicación. Los cuestionarios no son respondidos con la carga de la responsabilidad. Sólo los actos son los verdaderos tests de las opiniones, los actos concretos. Sólo a través de la participación responsable de la gente común, en casos concretos donde se debe decidir el uso de la pena, conoceremos profundamente sus principios de justicia. Es cuando ellos personalmente tienen que decidir sobre el uso de la pena, conoceremos profundamente sus principios de justicia. Es cuando ellos personalmente tienen que decidir sobre el uso de la pena, y especialmente cuando ellos mismos deben materializar la decisión tomada, cuando podemos conocer las ideas básicas emergentes del proceso de participación. En tales situaciones tienen que poner en práctica, en sí mismos, las imágenes de lo mejor. En realidad esto es lo que todos hacemos, todo el tiempo, en nuestras vidas. Es sorprendente ver qué tan limitadamente utilizamos generalizaciones como delito y delincuente, y también cuan limitada es para la mayoría de nosotros la necesidad de castigos severos dentro de estas áreas privadas o semiprivadas.
Por supuesto, hay opiniones en contra de confiar tanto en los seres humanos como para pensar que ellos pueden crear sus propias normas para lograr soluciones justas. La más importante probablemente sea la que se refiere a los derechos de las minorías. ¿Podrá la gente común ver a las minorías —especies de hábitos extraños— como personas, como seres humanos, y además tratarlos con la justicia necesaria? Debería haber tal vez, ciertas posibilidades de apelación, pero entonces, ¿cómo establecer los principios de justicia utilizados por los tribunales de apelación? Rawls (1971) hace una propuesta en “A theory of Justice”. La idea básica es que un grupo de personas comunes llegará a una decisión justa si ignoran su propio estatus. Si se los obliga a decidir sin saber si son pobres o ricos, negros o blancos, víctima o victimario, entonces es probable que sus soluciones expresen cierta “justicia abstracta”.
Sin embargo, debo confesar que soy un tanto ambivalente respecto a esta solución. La teoría de Rawls es a-sociológica y crea situaciones inhumanas. Las personas deben actuar con un máximo de conocimiento sobre quienes son —conocimiento responsable. Y también deben conocer a quién van a castigar. Entonces sabrán si el castigo es necesario.
En los últimos años hemos observado un mayor interés por la aplicación de medidas no penales, como una alternativa al castigo, la mayoría de las cuales se basa en discusiones directas entre las partes, que con frecuencia terminan en acuerdos de reparación del daño causado. Este cambio va desde el uso monopólico de la pena por parte del estado hacia los intentos por permitir que las partes tengan oportunidad de encontrarse y buscar por sí mismos formas de reparar el daño. Estas ideas en conjunto se llaman “ideas abolicionistas”, aunque algunas veces se las encuentra bajo denominaciones como “descarcelación o descriminalización”. El Consejo de Europa publicó en 1980 un informe muy influyente al respecto (Rapport sur la decriminalisation), siendo Louk Hulsman de Rotterdam el presidente del comité a cargo de su redacción. En Alemania, Sebastián Scheerer es el vocero más importante de estas ideas, mientras que en los países escandinavos se las asocia con Thomas Mathiesen y conmigo.
Este conjunto de ideas tiene como intención reducir el sufrimiento, aumentar las respuestas positivas, y confiar básicamente en los seres humanos comunes. Particularmente: si se permite participar responsablemente a las personas en sistemas sociales decentes, tenderán a comportarse de la misma manera. El hombre necesita un marco social que le permita mostrar sus cualidades humanas.
En Noruega, estas ideas han llevado a reformas legales concretas. Hemos creado allí un sistema que permite que todas las municipalidades tengan organismos para la resolución de los conflictos. El objetivo es que estos organismos se ocupen de las infracciones menores, hurtos menores, vandalismo, escándalos nocturnos, etc. Aquellos que se inclinan por el derecho penal dirán: por supuesto, tienen que limitarse a casos menores. Pero los grandes casos —los grandes pecados— deberán ser manejados incluso en el futuro por los tribunales.
En respuesta a este desafío, quiero terminar mi trabajo diciendo: por el contrario, son los grandes casos los que no se adecuan a los castigos —a la pena intencional.
El año pasado, estudiantes y colegas visitamos Birkenau, en Polonia, lugar tristemente conocido por muchos. Heinrich Himmler, observando el paisaje desde un puente, había decidido que era el sitio ideal para un campo de exterminio. Oculto, pero con buenas comunicaciones. Allí terminó un tramo del ferrocarril, para cinco millones de personas. Después de la guerra, en ese mismo lugar se construyó una horca, que fue utilizada para colgar a los comandantes de la SS. Pocas veces antes había visto ilustrado un acto tan sin sentido. Cinco millones de seres humanos, muertos de hambre, torturados, ejecutados, puestos en la cámara de gas. Y luego la nuca quebrada de un comandante. Por supuesto, era correcto que se lo juzgara en una ceremonia importante y muy seria. Pero en cuanto al castigo, me parece obvio que una respuesta más digna para aquellos que murieron en el campo de concentración hubiera sido dejar que el comandante siguiera con vida.
Si hubieran persistido fuertes razones para “castigarlo”, se le podría haber dicho ¡qué vergüenza!
Nuestras políticas criminales influyen sobre las imágenes que tenemos del hombre: cómo es, cómo debería ser. Pero las imágenes del hombre que tenemos de otras fuentes, también establecen normas para las políticas criminales.
Personalmente debo decir que, cuanto más cerca de las instituciones penales he trabajado, menos conforme he estado con las imágenes del hombre que de allí surgen. La propia existencia de la pena nos lleva a tener cuadros dicotómicos, una concentración incorrecta en los actos en lugar de las interacciones y en las personas, en lugar de en los sistemas sociales. En su forma utilitaria, se acepta que el hombre —y las tragedias humanas— sean utilizados para propósitos que están fuera del propio hombre. Esto lleva a que se cometan abusos que sólo se pueden evitar con una mayor y mucho más simplificada concentración en los actos que supuestamente son malos. Si es necesario usar la pena, ésta no deberá tener un propósito. Pero aún así necesitaríamos normas en cuanto a la cantidad de la misma. En mi opinión deberíamos confiar en la extraordinaria habilidad de las personas corrientes para crear estas normas. La mayoría de las personas serán maduras, capaces de enfrentar problemas complejos en forma justa, si se las coloca en situaciones sociales en las que puedan demostrar estos atributos.

REFERENCIAS:
Andenaes Johs (1974) Alminnelig strafferen. Oslo.
Anttila, Inkeri and Patrik Tornudd (1973) Kriminologi i kriminalpolitiisk perspektiiv. En brobok Sth.
Christie, Nils (1977) Conflicts as property, Br. J. Crim. 17: 1-19.
Council of Europe (1980) Rapport sur la decriminalisation. Strasbourg.
Hirsch, Andrew von (1976) Doing justice. The choice of punishments. USA.
Hirsch, Andrew von (1983) Recent trends in American criminal sentencing theory. The Maryland Law Review, 42 6-36.
Hulsman Louk: Penal reform in the Netherlands. Part I and II 1981: 20 pp. 150-159 and 1982: 21 pp. 35-47.
Hulsman Louk and Bernat de Célis, J. (1982) Peines perdues: le systeme penal in question. París.
Mathiesen, Thomas (1974). The Politics of Abolitionism. Oslo and London.
Naucke, Wolfgang: Die kriminalpolitik des Marburger programms 1882. Zeitschrift für die gesamte Strafrechttoissenschaft 1982: 94/Helft 3.
Scheerer, Sebastian (1984) Avpenaliseringsteori nordisk tidsskrift for kriminalvinskab, 71: 273-285.
Törnudd, Patrik (1975) Deterrence research and the needs of legislative planning. In National Swedish Council for Crime Prevention: General Deterrence, pp. 326-343.
Stangl, Wolfgang (1984) Editorial.
Kriminalsoziologische Bibliographie. II. Heft 42.


 (Aparecido en Cohen, Hulsman, Mathiesen, Christie y otros, «Abolicionismo Penal». Buenos Aires: EDIAR, 1989, pp. 127-141.)

DESCARCERIZACIÓN Y MEDIACIÓN EN EL SISTEMA PENAL DE MENORES[*] Por Massimo Pavarini[**]

I. El título de la presente contribución deja “provocativamente” entender que existe una relación de dependencia funcional entre el instituto y/o la práctica de la mediación penal y el proceso de reducción de la respuesta privativa de la libertad en el sistema de justicia penal de menores, relación que es científicamente improponible. La instrumentalidad funcional del primero respecto del segundo —ya sea se quiera entender que efectivamente el recurrir a la mediación penal contribuye a la reducción de las tasas de carcerización, o bien se quiera expresar solamente el deseo de que esta relación pueda determinarse— es simplemente insensata. Se trata, en efecto, de realidades que se encuentran en planos distintos. Sin embargo —y esta es la tesis crítica de fondo de mi argumento— en la cultura jurídica italiana corren el riesgo de ser entendidas como si estuvieran funcionalmente conectadas. Pero procedamos con orden. 
II. De las diversas lecturas que la doctrina ofrece sobre el “por qué” del surgimiento, al menos desde la década de los años setenta, del restorative paradigm en los sistemas de control social (también penal) como alternativa y/o en competencia con los paradigmas retributivo y rehabilitativo, la lectura propuesta por Faget[1] me seduce más que cualquier otra: el modelo reparador-mediador se desarrolla “rizomáticamente”[2] —como efecto de una tendencia connatural entrópica de los sistemas de producción de orden como los modelos de control social penal— más allá de los límites del orden mismo[3]. Surge, por lo tanto, de modo confuso e imprevisible en territorios sociales progresivamente abandonados por los sistemas formales de producción de orden. Las “periferias” o “provincias” enteras quedan de hecho desprovistas de toda protección efectiva ofrecida por la legalidad: el límite más allá del cual Hic sunt leones recorta a modo de mancha del leopardo espacios sociales heterogéneos y diversos donde el orden legal no se produce más. Es en estos espacios donde “espontáneamente ” surge o puede surgir un orden diferente.
Una de las grandes promesas de la modernidad, por lo tanto, ya no se mantiene: la función disciplinaria “avocada” —los abolicionistas hablan en verdad de “expropiada”[4]— a lo social y monopólicamente asumida dentro de los confines de la legalidad por el sistema de justicia penal, profundiza su incapacidad de “gobernar”, esto es, de producir orden.
Dos procesos distintos favorecen con efectos sinérgicos la disolución del propio sistema de justicia penal: por un lado, el crecimiento desproporcionado del territorio penal en razón del crecimiento de las funciones disciplinarias propias del estado social; por el otro lado, la crisis de los sistemas de socialización primaria y por ende, como reflejo, la producción creciente de demandas de disciplina formal.
El ámbito del sistema de control social penal es, en suma, demasiado vasto para poder ser mantenido. Por lo tanto, metafóricamente, parece además que el sistema debe responder a la segunda ley de la termodinámica[5]. Los fenómenos que se producen por fuera del sistema, y a veces contra él —en los espacios del creciente desorden salvaje—, hacen pensar en verdaderos y propios procesos de refeudalización de las relaciones sociales. Los conflictos y la violencia intrafamiliar y en las relaciones de vecindad, la degradación social, el vandalismo, la micro-criminalidad en la periferia metropolitana, la intolerancia racial, producen sufrimientos de victimización difusa que se traducen en reclamos también difusos de reafirmación normativa, que tampoco resultan satisfechos[6].
En este contexto político de disolución es por lo tanto posible asistir al surgimiento de dinámicas sociales que tienen como objetivo el de responsabilizar a la sociedad civil, el de restaurar (los amigos abolicionistas siempre prefieren el término “reapropiarse de”) la capacidad y la virtud de autorreglamentar los conflictos que cuentan con un amplio capital de “simpatía social”.
La puesta en escena pública de la mediación se instala de este modo en este escenario de amplia adhesión consensual del “hacerse cargo informalmente” de las situaciones problemáticas de hecho abandonadas por los sistemas formales de control[7]. Su más genuina expresión se concreta por lo tanto en la adhesión a un modelo de mediación “autónomo-comunitario-desprofesionalizado”. Su crecimiento “espontáneo” y “desordenado” asigna a segmentos diversos y heterogéneos el hacerse cargo de las problemáticas, atravesando los límites formales del orden legal “tradicional”: civil, administrativo, penal. La mediación parecería poder extenderse felizmente hacia todo ámbito, pero esto es un falaz efecto óptico.
La retórica justificativa de esta imposición es socialmente cautivante: “informal”, “dulce”, “inteligible”, “simple”, “próxima”, son términos de un léxico construido sobre el género “femenino” contra el “masculino” de una justicia formal, dura lex, incomprensible, compleja, distante. Que el área de la desviación minoril y juvenil se encuentre entre las primeras en ser afectada por el paradigma en estudio es, por lo tanto, de una evidencia absoluta. Pero también cuando la ola del “hacerse cargo de otro modo de los conflictos” —esto es, desde fuera del sistema de justicia formal— invade áreas diversas, queda de todos modos una cierta contigüidad: como se expresa con inteligencia el australiano y “estrábico” Braithwaite (con un ojo antropológico atento a los sistemas aborígenes de gestión de los conflictos, y con el otro dirigido a la “paradoja” japonesa), los recursos vencedores de la experiencia mediadora son el sentimiento de vergüenza (reintegrativa y no socialmente estigmatizada) por parte del desviado y el perdón por parte de la víctima[8]. Se trata, en suma, de la disciplina materna contra la justicia del padre.
Todo lo bueno y todo lo malo que se pueda proclamar —a decir verdad, basta con leer el exhaustivo compendio de las diversas razones pro y contra en Bonafé-Schmitt[9] y en Roger Matthews[10]— de la restorative justice[11] se juega en torno a que originaria y primitivamente se fundaba sobre un modelo consensual contra uno conflictual de las relaciones sociales. Las simpatías y las desconfianzas, los amores y los odios que nos dividen frente a esta experiencia radican en sustancia en este punto decisivo. Pero la cuestión también puede presentarse de otra manera. Se puede convenir que la “otra” justicia (que no es propiamente “justicia”, y tampoco le apetece serlo) tiene éxito en la gestión de las situaciones problemáticas que se construyen socialmente, y que son advertidas por los actores sociales involucrados, como “malestar” y “sufrimiento”, y no como “conflictos”. En suma, áreas de desorden “no conflictivas” o de algún modo de “conflictualidad contenida”. Situaciones ciertamente problemáticas, a menudo productoras también de gran sufrimiento y de amplio malestar en los actores sociales involucrados, pero que socialmente no son percibidas como “amenazantes ” y “contestatarias” de la hegemonía del orden normativo estatal sobre el cual se basa el pacto de ciudadanía. Como padre de una hija fallecida en un accidente de tránsito en la locura del sábado a la noche, puedo hallar satisfacción más fácilmente en un proceso mediatorio con el desgraciado joven (cuando sea posible presumir su arrepentimiento ), que en la hipótesis de que mi hija haya sido asesinada en un tiroteo en un asalto; o bien en la hipótesis de que haya sido deliberadamente asesinada porque era testigo involuntario de un delito de la mafia. Aún menos la hallaría en la hipótesis de que haya sido “ajusticiada” por un grupo de fanáticos islámicos porque llevaba una minifalda. Y sin embargo, el sufrimiento de lo perdido es en todos los casos inconmensurablemente el mismo.
El espacio de practicabilidad de una “gestión del conflicto entre las partes privadas” tiene por lo tanto relación con cuán establemente sea percibida la estructura social y, en otras palabras, con la medida en que la determinada situación problemática sea sufrida sólo “privadamente”. Y es de otro modo significativo que los contextos nacionales donde por primera y más difusamente se ha desarrollado la experiencia de la mediación social sean aquellos en los cuales la estructura y el orden social son fuertemente compartidos por la gente, como en Canadá y en los países escandinavos; o bien aquellos, como Estados Unidos, en donde, por razones ciertamente bastante diferentes —si no opuestas— culturalmente el Estado es bastante débil o resulta directamente ausente, y antropológicamente el conflicto difícilmente deviene “público”. Como penalista, teniendo en mente el preclaro ensayo que Sbriccoli[12] publicara hace algunos años sobre el nacimiento del Derecho penal moderno, me parece que puedo expresarme del siguiente modo: el espacio histórico y político de practicabilidad de una solución “sólo entre las partes” del conflicto está en proporción directa a la distancia del conflicto con la construcción social del hecho como crimen laesae maiestatis.
III. Pero la mediación penal en el sistema de justicia de menores italiana es sin embargo otra cosa. “Otra” significa que ha pasado mucha agua debajo del puente desde aquella situación, descripta más arriba, de producción social de un orden ante la crisis del sistema legal. A aquel primer proceso siguió uno de signo opuesto: el intento del sistema legal de re-apropiarse, de “incluir” dentro de los confines de la legalidad formal, lo que se había ido instalando por afuera. Los modelos concretados de mediación penal hoy dominantes y a los cuales también nuestro sistema de justicia penal de menores parece —con tardío interés— mirar con simpatía, son aquellos de tipo “legal-profesional”[13]. A la dispersión sigue ahora la inclusión. Como pueden con razón exclamar los buenos historiadores del Derecho penal: “¡Historia conocida!”.
Por otro lado, las vías técnicas para alcanzar el fin de la “reapropiación” son al menos en apariencia fácilmente practicables: donde sea posible, en particular en los sistemas de justicia penal que se rigen por el ejercicio facultativo de la acción penal, la vía regia es la de la diversion procesal; de lo contrario, puede recorrerse la vía ciertamente más intransitable de las penas sustitutivas, o más aún, pasar por el ojo de la aguja de un uso atípico de la probation.
No me referiré por ahora a estos aspectos técnicos, que por otra parte revisten un interés particular. También en este caso conviene preliminarmente interrogarse sobre el “por qué” —esto es, sobre la razón “fuerte”, digamos estructural— de este proceso de “recuperación” por el sistema de la justicia formal, y por lo tanto también de la penal, de la realidad informal desarrollada en su exterior, más allá de los confines de la legalidad.
Diviso una sola razón. La experiencia externa es incluida como recurso útil por un proceso de racionalización sistémica, en el sentido de que aquella experiencia sólo en cuanto resulte “institucionalizada” parece capaz de favorecer contemporáneamente :
— el enriquecimiento de la “caja de herramientas” con las cuales opera el sistema formal de justicia y de control social penal;
— al mismo tiempo, la implementación de modalidades consideradas “deflacionarias” respecto a aquéllas más propias y tradicionales de gestión de los conflictos, crónicamente afectadas por la disfuncionalidad determinada por los procesos de crecimiento hipertrófico.
Los dos objetivos apreciados y apreciables bajo el perfil de la funcionalidad sistémica son pues los mismos contra los cuales se puede concentrar también la lectura crítica del proceso de “institucionalización”; y en efecto estas críticas han sido repetidamente argüidas, exactamente en el siguiente sentido:
— el enriquecimiento de la “caja de herramientas” ha sido censurado como “ampliación de la red” del control penal, como inclusión en el área de la criminalización secundaria de cuanto “de hecho” de otro modo se escapa[14];
— el objetivo “deflacionario” —a menudo más presunto que real— ha sido criticado por resultar orientado principalmente a la definición de una justicia menor, como justicia “desvalorizada” y de segundo nivel[15].
Me parece que las críticas son sensatas en cuanto sean entendidas como “individualización” de un riesgo posible, pero me generaría alguna perplejidad si fueran entendidas como individualización de un riesgo inevitable.
IV. Si la razón de peso de este proceso de inclusión dentro en los confines de la legalidad de todo aquello que “naturalmente ” se había instalado por fuera, parece responder a necesidades estructurales que podemos convencionalmente definir como “hegemonía” —la misma en sustancia presente en todos los sistemas—, la retórica justificativa que legitima este “quiebre” puede ser diferente en razón de los contextos culturales en los cuales opera. En suma, si la razón latente es la misma, diversas son en cambio las razones manifiestas.
Me limito a reflexionar en referencia al sistema de la justicia de menores en Italia. Es difícil no convenir que en lo concerniente a este sistema, la referencia a la cultura dominante ha sido y es todavía el [paradigma] correccional-rehabilitativo.[16] Todo lo bueno y todo lo malo que de esta cultura jurídica dominante pueda decirse, se concentra fundamentalmente en la obsesiva atención pedagógica prestada al menor en dificultades. Y resulta también difícil no convenir que este paradigma dominante preventivo-especial positivo en el sector minoril ha producido o favorecido o acompañado felizmente, o simplemente ha justificado socialmente algunos procesos materiales “envidiables” y “envidiados” internacionalmente: basta sobre todo recordar el primado que Italia todavía conserva (aclaro: todavía, pero ¿por cuánto tiempo más?) en el contexto de los países occidentales por el bajo índice de menores institucionalizados[17]. En el sector minoril, Italia es un “absurdo” —ciertamente, aun cuando esto ha sido “explicado”, por ejemplo, por De Leo[18]— como lo es Japón por la “suavidad” de su sistema de justicia penal.
Un sistema tan tenaz y extensamente atravesado por la retórica correccional- rehabilitativa, debe hacer pasar inevitablemente cada cosa —también “lo nuevo”— a través del único vocabulario que conoce, o bien a través del que conoce mejor. Con esto quiero decir que el avance del sistema hacia nuevos horizontes se lleva a cabo bajo la bandera vencedora, y ésta es (todavía), en el sistema de la justicia penal de menores en Italia, la de la recuperación, la reeducación, la resocialización, en suma, la del “hacer el bien” al menor desviado.
Más allá de la metáfora, lo que me parece que puede divisarse es muy simple: el interés en la experiencia de la mediación es aprehendido como recurso que en caso necesario puede resultar útil en la inversión pedagógica sobre menores autores de delito. En suma: nada más (y lo digo sin suficiencia alguna) que una “nueva” modalidad “de tratamiento”. Un tratamiento reeducativo alternativo al proceso penal pedagógico, o bien a la pena reeducativa, pero sólo nominalmente, porque sustancialmente es homólogo a ese proceso y a esa pena.
Por cierto nada “escandaloso” y tal vez nada “útil” para el menor, pero si opera así, la naturaleza “originaria” de la mediación es irremediablemente negada: el paradigma compensatorio pierde su peculiaridad, convirtiéndose sólo en el envoltorio de un contenido sustancialmente “terapéutico” que le es originaria y “naturalmente ” extraño.
V. Llegamos finalmente a la “recepción” de la mediación en el sistema positivo de menores en Italia.
La cuestión sustancial —sólo aparentemente técnica— es la individualización del “momento”, esto es de la fase en la cual el experimento mediador es incorporado por el sistema formal de justicia penal. En suma, dónde se da el encuentro.
Si las observaciones formuladas más arriba captan el dinamismo del proceso de “inclusión”, me parece posible individualizar una tensión entre dos polos de atracción opuestos que, contingentemente, colocan el momento de la intersección en una fase más o menos contigua a ellos. El polo originario del restorative paradigm está ontológicamente orientado a la satisfacción de las “necesidades” de la víctima; el paradigma rehabilitativo-correccional ofrece una solución a los “problemas” del joven desviado. Más aún, el primero busca una razonable solución satisfactoria entre las partes en conflicto, mientras que el segundo orienta positivamente el proceso evolutivo del joven. Las tensiones resultan por lo tanto bifurcadas entre estos polos: el sistema de mediación presiona necesariamente hacia “nuevos espacios” lo más remotos posibles de los hegemonizados por el sistema judicial, procesal, punitivotratamental; el sistema penal-rehabilitativo, por el contrario, prefiere, también naturalmente, la fase punitivo-tratamental, el proceso pedagógicamente orientado, la intervención profesional-judicial. Las soluciones contingentes que se ofrecen son por lo tanto siempre compromisos más o menos “desbalanceados” según predomine un polo de atracción sobre el otro. Resulta fácil señalar rapsódicamente el orden decreciente que va de los compromisos más próximos a los más remotos del restorative paradigm:
V.1. En nuestro sistema positivo minoril, la solución de compromiso ciertamente más favorable a la “naturaleza” de la mediación, es la sugerida por la experiencia jurisprudencial del Tribunal de Menores de Torino, muchas veces expuesta por Boushard[19]: una mediación activada en una fase pre-procesal al proceso de menores —cf. art. 9 del d.P.R. 448/88—, que, de llegarse a una solución satisfactoria, admitiría eventualmente un pedido de archivo de las actuaciones por irrelevancia del hecho —cf. art. 27—. Bien entendido, se trata de la única diversion verdadera, una vía que permite ubicar la experiencia mediadora “afuera”, porque se da inmediatamente “antes” del proceso. Es cierto y obvio que la experiencia de la mediación está ya atravesada por la sombra amenazante del proceso, en el sentido de que el menor desviado será por demás consciente de que si no participa en ella y no colabora provechosamente, terminará entrando en el túnel del proceso penal, y por lo tanto asumiendo el riesgo de la condena y de la pena.
V.2. El intento de la mediación se efectúa aún en una fase pre-procesal, pero por sus resultados no se lo considera “suficiente” para un sobreseimiento por irrelevancia del hecho, aunque merezca ser premiado con el perdón judicial. Es evidente que la mediación —como mediación— ha por lo tanto “fracasado”, pero el comportamiento del menor es de todos modos valorado positivamente en clave preventivo-especial. En síntesis, un dispositivo en parte idóneo para evitar la condena y la pena, aunque ciertamente no el proceso; pero sobre todo un mecanismo que no se centra en el objetivo reparatorio, que permanece por lo tanto insatisfecho en todo o en parte.
V. 3. La mediación puede constituir finalmente una verdadera y propia medida alternativa —cf. art. 28 y siguientes—. Nos situamos ahora plenamente en el interior no sólo del proceso, sino también de la pena. La mediación es por lo tanto en y para todo una modalidad de tratamiento orientada a fines preventivo-especiales. Por cierto podrá también, aunque sólo eventualmente, alcanzar el fin reparatorio dando plena satisfacción a la víctima, pero de todos modos el intento de mediación se llevaría a cabo aun si esta finalidad no se alcanzara en todo o en parte, siempre que el comportamiento del menor pudiera ser valorado positivamente en clave correccionalista.
VI. Regresamos así al problema inicial. ¿Cuáles son las posibilidades de que este “matrimonio que no debía realizarse” pero que finalmente “se realizará” entre mediación y sistema de la justicia penal de menores, permita al paradigma compensatorio no someterse únicamente a las razones del paradigma correccional?
La cultura y las razones de la prevención-especial son fuertes, demasiado fuertes. Su fuerza está vinculada, en parte, a la convicción difusa —que a mí me parece equivocada— de su idoneidad en la contención de la represión. Es en verdad difícil no pensar que la atención benévola —aunque sea tardía— que el sistema de la justicia penal de menores muestra hoy en relación con los recursos ofrecidos por la mediación, sea justamente la de un recurso útil para obtener el fin ciertamente muy noble y compartido de la descarcerización[20].
Y mi convicción personal es que todo esto es efecto de una verdadera ilusión. He tenido en otras ocasiones[21] la oportunidad de expresar de modo articulado esta simple convicción: las tasas de carcerización no tienen relación ni con la evolución de la criminalidad (ya sea aparente o real), ni con el marco normativo de referencia (más o menos supuestos legales de diversion procesal, de penas sustitutivas y de modalidades alternativas a la pena privativa de la libertad). Por el contrario, parecen directa e indirectamente responder a cómo se construye socialmente el reclamo de penalización.
Es verdad que si la experiencia originaria de la mediación social puede ocasionalmente revelarse como instrumento que favorezca una construcción social diferente del pánico, a través de la utilización de un vocabulario no punitivo en la solución de los conflictos, este recurso debería ser celosamente “preservado” y “cultivado”. Lamentablemente, cuando la mediación es “atrapada” por el sistema de la justicia penal, inexorablemente pierde su virtud, es violada y prostituida, de modo que su lenguaje alternativo es irremediablemente incluido y homologado por vocabulario mucho más rico de la pena.
Notas
* Presentación hecha en Bolzano el 31 de enero de 1997, en la reunión La mediazione penale minorile, de próxima publicación por CEDAM de Padua. Traducción de Mary Ana Beloff y Christian Courtis.
** Universidad de Bologna, Italia.
1Faget, J., La médiation pénale: une dialectique de l’ordre et de désordre, en “Déviance et Société”, 1993, vol. XVII, nº 3, ps. 221-223.
2Faget, J., Justice et travail social, le rhizome pénal, Toulouse, Erès, 1992.
3Forse, M., L’ordre improbable. Entropie et processus sociaux, París, PUF, 1989.
4Sobre el punto en particular de la crítica del proceso de monopolización estatal de los recursos represivos, cf. Hulsman, L., Abolire il sistema penale? (intervista a…), en “Dei delitti e delle pene”, 1983, ps. 71-89.
5Cf. Boudon, R ., Effets pervers et ordre social, París, PUF, 1977; La place de désordre, Paris, PUF, 1984.
6Cf. Roché, S., Le sentiment d’insécurité, París, PUF, 1993; Lagrange, H., Apréhension et préoccupation sécuritaire, en “Deviance et Société”, 1992, vol. XVI, 1, ps. 1-29 ; Brown, J., Insecure Societies, London, McMillan, 1990; Pavarini, M., Controlling Social Panic. Questions ad Answers about Security in Italy at the End of Millennium, en C. Sumner, C. y Bergalli , R. (eds.), “Social Control at the End of Millennium”, Londres, Sage, 1997, ps. 75-95.
7Cf. Matthews, R. (ed.), Informal Justice?, Londres, Sage, 1988.
8Braithwaite, J., Crime, Shame and Reintegration, Cambridge, University Press, 1989; Braithwaite, J. y Pettit, P., Not Just Desert. A Republican Theory of Criminal Justice, Oxford, Claredon Press, 1990.
9Op. cit.
10Op. cit.
11Cf. la óptima tesis doctoral de Varona, G., Restorative Justice: New Social Rites within the Penal System? , Oñati International Institute for the Sociology of Law, 1996.
12Cf. Sbriccoli, M ., Crimen laesae maiestatis, Milán, Giuffré, 1974.
13Según la clasificación realizada por Foget, J., La médiation pénale, op. Loc. cit ., p. 225.
14Cf., para todos, Cohen, S., Visions of Social Control, Oxford , Polity Press, 1985.
15Cf., Marshall, T. F., Out of Court: More or Less Justice?, en Matthews (ed.), “Informal Justice?”, cit., ps. 25-50
16Por otro lado, la misma reforma procesal penal minoril se legitima más por las finalidades correccionales que por la que implica la afirmación de un due process; cf., sobre este punto, Pavarini, M., Il rito pedagogico. Politica criminale e nuovo processo penale a carico di imputati minorenni, en “Dei delitti e delle pene”, 1991, nº 2, ps.107-39
17Cf. De Stroebel, G ., Analisi critica della statistica giudiziaria e criminale in tema di giustizia minorile dal 1947 ad oggi, en Bergonzini , Pavarini (a cuidado de), en Potere giudiziario, enti locali e giustizia minorile, Bologna, Il Mulino, 1985, ps. 235-267.
18De Leo, G., Devianza, personalità e risposta penale: una proposta di riconcentualizzazione, en La questione criminale, 1981, nº 2, ps. 219-243.
19Boushard, M., Vittime e colpevoli: c’è spazio per una giustizia riparatrice?, en Questione giustizia, 1995, p. 4.
20Acerca de esto último he reflexionado en general en Pavarini, M., Bilancio della esperienza italiana di riformismo penitenziario, de inminente publicación en “Il vaso di Pandora”, Roma, Treccani.
21Pavarini, M., La criminalità punita. Processi di carcerizzazione nell’Italia del XX secolo, de próxima publicación en Violante (a cuidado de), “Criminalità” para la “Enciclopedia d’Italia”, Torino, Einaudi.


Artículo aparecido en Revista Nueva Doctrina Penal, 1998/A, pp. 111—120

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