sábado, 23 de octubre de 2010

BIEN JURÍDICO Y BIEN JURÍDICO-PENAL COMO LÍMITES DEL IUS PUNIENDI Por Santiago Mir Puig

I
Entre los límites que hoy suelen imponerse al Ius puniendi del Estado, ocupa un lugar destacado el expresado por el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos. Se hace hincapié en la exigencia de que el Derecho penal castigue únicamente ataques a bienes jurídicos. Ello es una de las manifestaciones de un planteamiento político-criminal más global: el que parte de la necesidad de postular un uso lo más restrictivo posible del Derecho penal. Supone la concepción del Derecho penal como un mal menor que sólo es admisible en la medida en que resulte del todo necesario. Pero ¿cuándo ha de reputarse necesaria la intervención del Derecho penal? Aquí aparece el concepto de bien jurídico: el Derecho penal es necesario cuando lo exige la protección de los bienes jurídicos. Soy de los que han subrayado en nuestro país la función limitadora que ello atribuye al concepto de bien jurídico, pero también estoy convencido de que dicho concepto no basta para decidir cuándo es necesaria su protección por el Derecho penal. No todo bien jurídico requiere tutela penal, no todo bien jurídico ha de convertirse en un bien jurídico-penal. La doctrina no ha contemplado normalmente este último concepto, sino que se ha limitado a referirse al de bien jurídico. Aquí quisiera llamar la atención sobre la conveniencia de distinguir claramente el concepto de bien jurídico-penal. Querría reflexionar sobre las condiciones que han de concurrir para que un bien jurídico merezca ser un bien jurídico-penal.
II
Son conocidas las dificultades que a lo largo de su historia ha encontrado el concepto de bien jurídico para ofrecer un límite al Ius puniendi. La insistencia con que se enarbola la bandera político-criminal del bien jurídico no puede obviar dichas dificultades. No es éste el lugar para recordar la evolución histórica del concepto de bien jurídico. Sí procede un brevísimo balance de las posibilidades limitadoras que hoy cabe reconocer al bien jurídico a la vista de sus más importantes concepciones históricas.
Es evidente, por de pronto, que la menor capacidad limitadora corresponde al concepto dogmático de bien jurídico, según el cual importan los bienes efectivamente protegidos por el Derecho. Así formulado, dicho concepto ni siquiera podría servir para exigir que la protección penal se redujera a la de aquellos bienes reconocidos por alguna norma jurídica previa al Derecho penal, a la de los bienes jurídicos que el Derecho penal se encuentra procedentes de otras ramas del Derecho. Pues, si el Derecho penal también es Derecho, bastaría que reconociese ex novo cualquier objeto no anteriormente protegido, para que dogmáticamente debiera considerarse un bien jurídico. Tal vez no fuera ésta la intención última de la concepción de Binding del bien jurídico. Al referir la protección penal a los bienes jurídicos, quizás buscaba Binding una coherencia con su atribución al Derecho penal de una naturaleza meramente sancionatoria de normas preexistentes a la ley penal. Como estas normas, los bienes jurídicos serían, entonces, previos al Derecho penal. Asignar a éste la función de tutela de bienes jurídicos equivaldría a limitar el Derecho penal a sancionar los ataques a bienes reconocidos en otros sectores del Derecho. Ahora bien, una tal concepción del bien jurídico sería tan discutible como el entendimiento meramente sancionatorio del Derecho penal. No es éste el momento de insistir en ello, pero sí conviene resaltar que una Política criminal restrictiva de la intervención penal exige subordinar ésta a valoraciones específicamente jurídico-penales, que permitan seleccionar con criterios propios, especialmente estrictos, los objetos que merecen amparo jurídico-penal y no sólo jurídico in genere. Como experiencias recientes hacen plausible, concebir el Derecho penal como apéndice sancionador del ordenamiento jurídico puede conducir, por el contrario, a la tendencia a buscar continuamente el apoyo sancionador del Derecho penal. Sobre esto me extendí en una Ponencia que presenté en esta misma Universidad el año pasado.
Del concepto dogmático de bien jurídico no cabe esperar, pues, la esperable función limitadora del Ius puniendi. Pero tampoco es suficiente la capacidad de limitar al legislador que puede tener un concepto político-criminal de bien jurídico. Aunque tal concepto pretende decidir qué es lo que merece ser considerado como bien jurídico —y no sólo describir lo que el legislador de hecho reconoce como tal—, no sirve por sí solo para resolver la cuestión de cuándo lo que merezca dicha consideración de bien jurídico exige, además, la protección jurídico-penal. Ello no significa que sea inútil la aproximación político-criminal al bien jurídico, sino sólo que no es suficiente si no va acompañada de un concepto político-criminal de bien jurídico-penal.
Desde el prisma de un Estado social y democrático de Derecho, no es inútil reclamar un concepto político-criminal de bien jurídico que lo distinga de los valores puramente morales y facilite la delimitación de los ámbitos propios de la Moral y el Derecho; no es ocioso situar los bienes merecedores de tutela jurídica en el terreno de lo social, exigiendo que constituyan condiciones de funcionamiento de los sistemas sociales, y no sólo valores culturales como pretendió el neokantismo; y, finalmente, es ciertamente conveniente postular que el bien jurídico no sólo importe al sistema social, sino que se traduzca además en concretas posibilidades para el individuo. Todo ello sirve para determinar la materia de lo jurídicamente tutelable, y siendo el Derecho penal también Derecho, también ofrece la sustancia básica de lo protegible jurídico-penalmente. Pero no todo cuanto posea dicha materia —de interés social relevante para el individuo— podrá, obviamente, elevarse a la categoría de bien merecedor de tutela jurídico-penal, de bien jurídico-penal.
La señalada necesidad de acompañar la teoría del bien jurídico, de la concreción ulterior de lo que merece considerarse bien jurídico-penal, se advierte claramente cuando se pretende utilizar la concepción político-criminal del bien jurídico para determinar hasta dónde debe llegar la intervención del Derecho penal para proteger nuevos intereses colectivos o sociales, también llamados «difusos» porque se caracterizan por hallarse difundidos entre amplias capas de la población. La Reforma del Código penal de 1983 amplió la tutela penal en el ámbito de intereses de este tipo, como la seguridad en el trabajo, la salud pública, el medio ambiente, la libertad sindical y el derecho de huelga. En un Estado social no cabe discutir la importancia de esta clase de intereses, y por supuesto se trata de bienes que merecen protección jurídica. Pero ello, suficiente para afirmar que reúnen los requisitos de un concepto político-criminal de bien jurídico como el que creemos defendible, no basta para decidir el importante debate actual acerca de los criterios que han de decidir qué límites deben presidir la intervención del Derecho penal en este ámbito.
III
En lo que sigue trataré de esbozar algunos criterios que pueden utilizarse para hallar la diferencia específica del concepto que postulo de bien jurídico-penal. Como es obvio, con ello sólo pretendo introducir de forma muy esquemática en una problemática que aquí únicamente cabe insinuar.
Para que un bien jurídico (en sentido político-criminal) pueda considerarse, además, un bien jurídico-penal (también en sentido político-criminal), cabe exigir de él dos condiciones: suficiente importancia social y necesidad de protección por el Derecho penal. En lo que sigue me ocuparé especialmente de analizar el alcance que ha de corresponder a la primera de estas dos condiciones y concluiré con una breve referencia a la segunda.
1. La importancia social del bien merecedor de tutela jurídico-penal ha de estar en consonancia con la gravedad de las consecuencias propias del Derecho penal. Permítaseme que reproduzca aquí unas líneas de la Ponencia que presenté en esta misma Universidad sobre el principio de intervención mínima: «El uso de una sanción tan grave como la pena requiere el presupuesto de una infracción igualmente grave. Al carácter penal de la sanción ha de corresponder un carácter también penal de la infracción. El Derecho penal no puede usarse para sancionar la infracción de una norma primaria merecedora de naturaleza penal. Sólo las prohibiciones y mandatos fundamentales de la vida social merecen adoptar el carácter de normas penales. Sólo las infracciones de tales normas merecen la consideración de “delitos”.» Reclamar una particular «importancia social» para los bienes jurídico-penales significa, pues, por de pronto, postular la autonomía de la valoración jurídico-penal de aquellos bienes. Y significa erigir en criterio básico de dicha valoración específica el que tales bienes puedan considerase fundamentales para la vida social. Lo primero —la autonomía valorativa del Derecho penal— supone el rechazo de una concepción de éste como instrumento meramente sancionador de valores y normas no penales. Lo segundo —la exigencia de que los bienes jurídico-penales sean fundamentales para la vida social— obliga a precisar de algún modo el sentido de esta exigencia.
En realidad, las divergencias ante la cuestión de si hay que criminalizar, o no, determinado interés empezarán en este punto. Será fácil el acuerdo hasta aquí, pero será mucho más difícil coincidir en la apreciación de cuándo un interés es fundamental para la vida social y cuándo no lo es. Hasta cierto punto ello es inevitable, pues se trata de una cuestión valorativa, pero es bueno tratar de hallar criterios que puedan auxiliar en la discusión racional (intersubjetiva) del problema. Personalmente intentaré alguna reflexión al respecto.
a) Es innegable, por de pronto, que el reconocimiento constitucional de un bien debe servir de criterio relevante para decidir si nos hallamos en presencia de un interés fundamental para la vida social que reclame protección penal. Sin embargo, la cuestión no puede resolverse de plano con el solo recurso a la Constitución, que tampoco en este punto constituye la varita mágica que algunos creen. Ello se debe a diversas razones.
En primer lugar, aunque según el artículo 9 de la Constitución ésta obliga a los ciudadanos y a los poderes públicos, no cabe olvidar que la función primordial de la Constitución no es regular el comportamiento de los ciudadanos entre sí, sino establecer las claves fundamentales del ejercicio del poder político. El reconocimiento de bienes y derechos que se efectúa en la Constitución tiene ante todo por objeto fijarlos como límites que deben respetar los poderes públicos. Aunque, además, también se imponga el respeto de tales derechos a los ciudadanos, él criterio primario de selección de los mismos sigue siendo el de orden político mencionado. Sólo en algún caso parece predominar la voluntad de dirigirse a los ciudadanos: así en el artículo 18, que garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen —y aun aquí habrá movido seguramente al legislador la voluntad de proteger estos derechos frente a medios de comunicación que de hecho ostentan una dimensión pública—.
En segundo lugar, no puede entenderse que la Constitución imponga al Estado no sólo el deber de respetar los derechos fundamentales, sino también el de sancionar penalmente su vulneración. No cabe olvidar que la intervención penal supone también lesión de derechos del condenado. Ello exige una ponderación de intereses no resuelta expresamente por la Constitución.
Por último, aunque la Constitución reconozca un determinado bien, sería evidentemente contrario al principio de proporcionalidad protegerlo penalmente de todo ataque, incluso ínfimo, sin requerir un mínimo de afectación del bien. Precisamente, en la práctica, el problema suele ser qué grado de afectación de un determinado interés es suficiente para hacerlo objeto de tutela jurídico-penal. Luego pondré un ejemplo relativo a los límites de la protección penal de la salud.
Ahora bien, insisto en que ello no significa que el reconocimiento constitucional de un derecho o bien no deba tomarse muy en consideración para valorar su grado de importancia en orden a su posible tutela jurídico-penal. Pero tal dato no basta por sí solo, sino que ha de acompañarse de otras consideraciones específicamente orientadas a la finalidad político-criminal aquí perseguida. A continuación esbozaré alguna.
b) Para decidir la cuestión de si ha de ampararse penalmente un determinado interés social que hasta ahora no lo es, o la de si debe o no despenalizarse un bien hasta ahora penal, puede ser útil partir de la comparación con los bienes jurídico-penales que integran el núcleo del Derecho penal. Se advierte, entonces, fácilmente que los bienes jurídico-penales más indiscutidos, los que han calado más hondo en la conciencia social y han perdurado a lo largo de los siglos, son aquellos que afectan en mayor medida y más directamente a los individuos. Es cierto que en épocas anteriores el poder político otorgó la máxima protección penal a valores estatales y religiosos, pero también es evidente que ello responde a concepciones superadas en nuestro ámbito de cultura, concepciones que no decidían el contenido del Derecho penal con arreglo al criterio de los intereses fundamentales de la sociedad. En el Estado social actual vuelve a plantearse la cuestión de si el conjunto social merece tanta o mayor protección jurídica que los individuos. Es en este contexto en el que hoy se debate la tutela penal de nuevos intereses colectivos.
Hay dos enfoques posibles en la valoración de los intereses colectivos. Uno, es contemplarlos desde el punto de vista de su importancia para el sistema social. Otro, valorarlos en función de su repercusión en los individuos. El primero es el adoptado por el Estado social autoritario, caracterizado por subordinar el individuo al todo social. El Estado social democrático ha de preferir el segundo enfoque: le importan los intereses colectivos en la medida en que condicionen la vida de los individuos. La razón es obvia: se trata de que el sistema social se ponga al servicio del individuo, no de que el individuo esté al servicio del sistema.
Desde este punto de vista, la valoración de la importancia de un determinado interés colectivo exigirá la comprobación del daño que cause a cada individuo su vulneración. El problema que se plantea en este punto es el de si la extensión del interés a amplias capas de la población ha de conducir a afirmar la suficiente importancia de dicho interés para que pueda convertirse en objeto del Derecho penal. Puede suceder que un interés muy difundido en la sociedad no afecte a cada individuo más que en forma leve. El Estado social no puede desconocer la significación que por sí misma implica la extensión social de un determinado interés, pero tampoco ha de prescindir de exigir como mínimo una determinada gravedad en la repercusión del interés colectivo en cada individuo.
Creo que ésta es una vía de razonamiento que debe atenderse si se quiere evitar la peligrosa tendencia que posee todo Estado social a hipertrofiar el Derecho penal a través de una administrativización de su contenido de tutela, que se produce cuando se prima en exceso el punto de vista del orden colectivo.
Sólo pondré un ejemplo. No cabe negar que la salud pública es un interés colectivo que afecta a cada individuo, pero habrá que exigir un determinado grado de lesividad individual para que importe al Derecho penal, y, por otra parte, la protección penal que merece depende también de esa lesividad individual. Hasta ahora no se ha creído que el alcohol o el tabaco afecten suficientemente a la salud como para criminalizar su venta o su consumo. Respecto al tabaco, el punto de vista del orden colectivo va conduciendo a incrementar la prohibición de su consumo en lugares públicos. Ello es admisible —yo lo admito— en la medida en que se trate de prohibiciones meramente administrativas. La indudable extensión social del problema no ha de bastar, en cambio, para legitimar la intervención del Derecho penal. Esta misma línea de argumentación afecta a una problemática mucho más seria: la de los límites de la punición en materia de drogas. Es preciso insistir en la diferenciación de las drogas según su distinto efecto lesivo para el individuo. También hay que tener en cuenta que la lesividad individual viene en este caso acompañada del consentimiento de la víctima. No debe atenderse únicamente al aspecto de orden general que, sin duda, predomina en la actitud del Derecho penal frente a las drogas.
c) En este ejemplo de la salud que hemos propuesto se advierte no sólo la mencionada tensión entre lo colectivo y lo individual, sino también que no basta constatar la importancia abstracta del bien, sino que es exigible una importancia del concreto grado de afectación de dicho bien. No basta que la salud sea en abstracto un bien social fundamental para proteger penalmente cualquier pequeña merma de la salud. He aquí un peligro que encierra la concepción abstracta de los bienes jurídicos que es usual. Según la misma, se clasifican los bienes por la clase genérica de interés a que afectan, sin atención al diferente grado de implicación de tal interés. Se incluyen así dentro del bien jurídico salud desde sus más importantes manifestaciones, hasta sus más insignificantes. Lo mismo sucede con otros muchos bienes graduables, como el de la propiedad. Ahora bien, si se prescinde de sus diferentes manifestaciones cuantitativas, de poco puede servir para la delimitación de lo penalmente protegible la sola alusión a géneros tan amplios como la salud o la propiedad. Habría que concretar más, en función de los diferentes grados de afectación del interés. Que una gran cantidad de dinero deba constituir un bien jurídico-penal no significa que una pequeña suma deba considerarse necesariamente un bien merecedor de tutela penal. Si para una teoría del bien jurídico general no es tan necesario el grado de concreción que estoy propugnando, el mismo resulta imprescindible para una teoría del bien jurídico-penal que pretenda ofrecer criterios útiles para la delimitación de los objetos de protección del Derecho penal. Es evidente que en buena parte de los casos los problemas de decisión de si procede, o no, la intervención penal dependen de que se estime suficiente o no la concreta entidad del bien afectado.
2. Esta exigencia afecta al requisito de importancia social del bien, pero conecta ya con el segundo requisito de necesidad de protección penal del mismo. Sobre este otro elemento que debe concurrir en el concepto político-criminal del bien jurídico-penal, no puedo extenderme aquí. Me limitaré a dejar planteado el tema.
No basta que un bien posea suficiente importancia social para que deba protegerse penalmente. Es preciso que no sean suficientes para su tutela otros medios de defensa menos lesivos: si basta la intervención administrativa, o la civil, no habrá que elevar el bien al rango de bien jurídico-penal. Lo que sucede es que con frecuencia será necesaria la protección penal de un bien frente a algunas formas de ataque especialmente peligrosas y no frente a otras. Aquí hay que referirse, también, al problema de en qué medida es necesario que los ataques penalmente sancionables produzcan un resultado efectivamente lesivo o en qué medida basta que pongan en peligro los bienes jurídico-penales. Ahora bien, en cuanto la falta de necesidad de protección frente a ciertas formas de ataque no dependa de la importancia abstracta del bien ni de su concreto grado de afectación, no podrá decidirse con el solo criterio de la entidad del bien. Ello pone de manifiesto algo con lo que llegamos a los límites de la función político-criminal del bien jurídico-penal, y con ello también el objeto de mi intervención, a saber: que el principio de exclusiva protección de bienes jurídico-penales es sólo uno de entre los distintos principios que deben limitar el Ius puniendi en un Estado social y democrático de Derecho.



Mir Puig, Santiago, «Bien Jurídico y Bien Jurídico-Penal como Límites del Ius Puniendi» en Estudios penales y criminológicos, XIV, 1991 (Universidad de Santiago de Compostela), pp. 205 y ss.

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