sábado, 23 de octubre de 2010

LAS IMÁGENES DEL HOMBRE EN EL DERECHO PENAL MODERNO Nils Christie Instituto de Criminología y Derecho Penal, Universidad de Oslo, Noruega

El guerrero lleva armadura, el amante flores. Están equipados de acuerdo con las expectativas de lo que va a pasar, y sus equipos aumentan las posibilidades de realización de esas expectativas.
Lo mismo ocurre con el derecho penal.
A continuación, me referiré a tres elementos del equipo que se usa en el derecho penal moderno. No voy a decir mucho que no conozcan de antemano. Mi reclamo de originalidad está en el contexto y organización de los puntos.
Primero: la pena es un mal con intención de ser eso. Tiene que ver con el sufrimiento. Algunas personas deciden que otras deben sufrir un castigo, decisión que en la mayoría de las sociedades tiene consecuencias profundas, para y dentro del sistema que decide. Para lograrlo, el sistema penal debe, en la mayoría de los casos, estar organizado de manera especial. Esta organización representa un cuadro que sobreexpone algunas características de los que reciben castigo y subexpone otras. Crea condiciones que influyen en la imagen del hombre que el derecho penal ha creado. Trataré de describir el cuadro.
Segundo: las razones expuestas para la pena, la retórica oficial, las teorías del derecho penal, varían de tanto en tanto y de lugar en lugar. Estas variaciones no se producen al azar. Son reflejos de las propias sociedades, mientras que también resaltan algunos elementos importantes de las mismas. Las teorías penales modernas son el reflejo de los intereses del estado y de la visión del mismo. Las teorías penales tienen una imagen del hombre adecuada al sistema que lo castigará. A través de esta imagen podemos entender más sobre el estado. A través del estado podemos entender más la situación del hombre.
Tercero: las estructuras dominantes tienen subcorrientes alternativas. Estas subcorrientes pueden representar remanentes históricos. Pero también pueden representar a los primeros indicadores de potencialidades de cambio. En la tercer sección me referiré a algunas imágenes alternativas del hombre, y a qué tipo de teoría penal, si la hubiera, nos conducirían estas imágenes.

I
Las dicotomías son el equipo natural del derecho penal. Alguien debe sufrir. Por lo tanto es necesario distinguir con claridad entre blanco y negro, malo y bueno, criminal y no criminal. La víctima más adecuada es totalmente blanca, el atacante igualmente negro. El derecho penal es —para dar una descripción típica— la actividad del esto o aquello. O se es inocente o se es culpable. Por supuesto, la vida real crea excepciones: “Culpable, pero por haber atenuantes se lo multa con sólo 25 centavos”. O peor aún: “Inocente, pero como su comportamiento fue dudoso no recibirá compensación por el medio año que pasó en prisión a la espera del juicio”. O en el caso de Escocia: “Culpabilidad no probada”.
Las variables continuas son más el equipo natural del derecho civil. Aquí no se da la situación extrema del todo o nada. En una causa civil siempre se puede llegar a un acuerdo. Las partes pueden negociar, en algunos casos con cierta coerción por parte del juez. Aún en los casos donde es “imposible” dividir, por ejemplo, en un juicio de divorcio resolver quién se queda con el hijo único, se puede llegar a un acuerdo: la madre tiene derechos sobre el niño la mayor parte del año, el padre, durante las vacaciones de verano. El derecho civil puede utilizar la mitad, un cuarto o fragmentos de los derechos. El derecho penal se limita al todo o nada.
El carácter dicotómico del derecho penal —la aplicación del sistema de clasificación binario— influye tanto en la evaluación de los actos como en la evaluación de las personas. Los actos son correctos o incorrectos —criminales o no criminales— y las personas son criminales o no criminales. Por lo tanto, a partir de esta primera caracterización, el derecho penal es un tipo de derecho que lleva a un cuadro simplista del hombre y sus actos.
Esta necesidad de soluciones dicotómicas simplistas tiene otras consecuencias. Generalmente tiende, en toda situación, a delimitar el área de interés a aquellos aspectos que son más convenientes para este tipo de simplificación. Concretamente, esto significa que, por un lado el derecho penal tiende a fijarse más en los actos que en las interacciones; y por otro, que se fija más en los sistemas biológicos o de la personalidad que en los sistemas sociales. Pasaré a explicar estos dos puntos:
Cuanta más estrecha es la definición de un acto, más fácil resultará clasificarlo bueno o malo. Matar está mal, salvar la vida está bien. El que mata es un asesino, el que salva un héroe. El caso ya no es tan claro cuando nos enteramos que la muerte fue producto de una provocación. En esta situación, para ajustamos a la primera idea de que el que mata es un asesino, necesitamos enterarnos que la provocación fue insignificante y el provocador una persona débil.
Cuanto más veamos al acto como un punto en el tiempo y no como un proceso, más fácil resultará la tarea de clasificarlo desde la perspectiva del derecho penal. Cuanto menos sepamos de toda la situación, más simple será nuestra tarea de clasificación.
El segundo elemento del pensamiento dicotómico dentro del derecho penal es la tendencia a observar los sistemas biológicos o de la personalidad mucho más que los sistemas sociales. Si se prestara atención al sistema social se abriría la posibilidad de analizar la interacción más que la acción. Ello también permitiría realizar un análisis de “la responsabilidad social”, concepto que no se adecua al derecho penal. Por supuesto, la responsabilidad es un concepto clave para el derecho penal, pero la responsabilidad personal. ¿Se
puede decir que el transgresor es personalmente responsable de sus actos, ¿Sabía él lo que estaba pasando? ¿Se lo puede culpar? La responsabilidad social da lugar a dos cuestiones mucho más complejas. Primero: Cuando se considera la situación social total de un supuesto delincuente, ¿éste lo es verdaderamente? Cuando un niño de color, triste, hambriento y despojado, que vive en un barrio pobre que rodea al paraíso material de los blancos, les come sus manzanas ¿es un delito?, ¿es un delincuente? En segundo lugar, el concepto de responsabilidad social, según la interpretación, podría dar lugar a la idea de que la culpa no es de los individuos, si no de los sistemas sociales. Este sería el enfoque marxista. El sistema social sería el culpable, los capitalistas deberían dimitir, eventualmente se los condenaría, mientras que el niño de color que comió las manzanas seria dejado en libertad. Pero éste también es el enfoque que se aplica cuando los estados declaran culpables, merecedores de castigo, a otros estados, o subsistemas dentro de los mismos estados. Todos conocemos casos históricos de naciones consideradas como “malas” o como “criminales”, pero también nos damos cuenta, en tiempos más calmos, de las limitaciones de estas caracterizaciones. Entonces podemos ver que los ciudadanos de esas naciones son buenas personas, o al menos personas comunes y, por lo tanto nos resulta repulsivo que se les apliquen castigos como si fueran una unidad. Los castigos colectivos, por ejemplo, castigar a algunos miembros de una familia por actos cometidos por otros, no son atractivos para la comunidad occidental y sus sistemas de valores.
Sin embargo, cuando se trata de personas, las características dicotómicas simplificadas parecen al menos mucho más útiles. “Psicópata”, “monstruo”, “criminal”, “hombre peligroso” son los términos que se utilizan una y otra vez en la descripción general de aquellos que han estado en contacto con la maquinaria del derecho penal. También podemos observar la abundante energía que emplean los tribunales para examinar al individuo, a su personalidad, comparada con la que utilizan para estudiar el sistema social al que pertenece. La biología, la siquiatría y la sicología resultan ser auxiliares más “naturales” de los tribunales penales que la sociología. Los individuos son más fáciles de clasificar en categorías adecuadas al derecho penal, son blancos más fáciles para la culpa y el dolor que los sistemas sociales.
Con frecuencia se afirma que los tribunales penales son medios pedagógicos que mantienen las normas y enseñan a la población lo que está bien y lo que está mal. Puede ser. Pero también sabemos ahora que los tribunales penales —al igual que el sistema educativo en general— llevan un mensaje oculto, al menos, adicional. Según este mensaje, tanto los actos como las personas pueden y deben evaluarse con simples dicotomías. También se destaca el interés particular por delimitar actos en vez de interacciones, por las personas en vez de los sistemas sociales y por los aspectos negativos simplistas de las mismas. Todos los sistemas legales tienen reglas de importancia. La práctica del derecho consiste en poder decidir lo que es importante y lo que no lo es. El derecho penal —considerando que el dolor es su principal instrumento— se orienta a la minimización del número de atributos que pueden ser importantes.

II
Los sumos sacerdotes de los sistemas de derecho penal son los jueces de la Corte Suprema, quienes, algunas veces, están en coalición con los principales profesores universitarios de derecho penal, y otras en franco enfrentamiento. En Escandinavia hay una relación de paz y respeto entre ambos. Se citan extensamente e interactúan en los mismos círculos. Juntos son fuentes muy importantes para la moralidad de nuestras sociedades. Estudiaron en las mismas universidades, en las mismas facultades, los jueces fueron alumnos de los viejos profesores, pero algunos jueces también fueron profesores universitarios de los profesores más jóvenes. Pertenecen a la misma clase social, colaboran con los mismos comités,
y todos reciben su paga directamente del Estado. Son empleados estatales.
Sin duda, su pensamiento jurídico tiene un marcado acento utilitarista.
La idea básica de la pena en esta parte del mundo es lograr la conformidad con las leyes. La pena es siempre considerada un instrumento para controlar a los ciudadanos. Si la delincuencia aumenta, se responde con un aumento en la pena para hacer retroceder las conductas indeseables a niveles más aceptados. Si aumenta el uso de la droga, se debe aumentar la pena; si el uso decrece, también debe decrecer la pena. El hombre aparece como determinado por el dolor y el placer. También se lo considera hijo del estado. La imagen que los suecos tienen de su estado se define con una palabra “folkhemmet”, es decir, el hogar de las personas, de las personas comunes. Es el lugar gobernado por una autoridad benevolente —para el bienestar de todos. Es una vieja idea, pero que hoy tiene un escenario más peligroso. Mientras que
los viejos pensadores utilitaristas se
basaban en un estado tradicionalmente débil, con una intervención mínima, los pensadores modernos son miembros de estados poderosos que supuestamente deben cuidar de todos.
La conformidad se puede lograr de dos formas.
Primero, como acciones dirigidas hacia el transgresor individual. Se lo debe castigar y, según el caso, tratar. Sin embargo, estos esfuerzos preventivos-individuales causaron considerables problemas: hoy sabemos bastante bien que el tratamiento de los delincuentes no funciona, por lo menos en cuanto al objetivo de disminuir la reincidencia. Es abundante la investigación que prueba que ninguno de los tipos convencionales de castigo o tratamiento —con excepción de la castración, tal vez— tiene efectos beneficiosos alguno en la posibilidad de que el transgresor, una vez de regreso a la vida normal,
no vuelva a cometer delitos. Además —y ésta ha sido un área importante de la investigación realizada por la criminología escandinava— resulta claro que las propias ideas de tratamiento son usadas para mantener a los transgresores bajo un mayor control total —y con frecuencia durante más tiempo— que si “sólo” se pensara en castigarlo. La mayoría de las penas son determinadas por la idea de proporcionalidad entre crimen y castigo. Casi siempre se considera al tratamiento como beneficioso, y por lo tanto el transgresor no está tan bien protegido contra éste —como lo está frente al castigo— aún cuando la realidad del tratamiento sea idéntica a la del encarcelamiento. El caso extremo es tratar preventivamente a las personas porque se las ve en peligro de convertirse en delincuentes. Lo mismo ocurre cuando, en base a pequeñas infracciones, las personas son consideradas peligrosas y enviadas a prisión por un indeterminado —aunque en la mayoría de los casos muy prolongado período de tiempo. Los criminólogos han podido demostrar —más allá de toda duda razonable— que no se puede confiar en estas predicciones, pero que para los estados, el uso de esta forma de condena intermedia, presenta tantas ventajas, que aún hoy se la sigue aplicando en muchos estados modernos.
(Permítaseme hacer un agregado a lo dicho sobre el tratamiento. El tratamiento no reduce la reincidencia. Pero, por supuesto, éste no es un argumento en contra del mismo. Probablemente los transgresores necesiten tratamiento médico y psiquiátrico más que otras personas. Tienen derecho al mismo, siempre y cuando no se lo utilice para mantenerlos más tiempo en la cárcel).
Bombardeados por los resultados de la ineficiencia del tratamiento en la reincidencia, y también por los peligros de la ideología del tratamiento, los voceros de las teorías penales utilitarias han dejado de lado la idea del castigo motivado por la necesidad de tratar los malos hábitos del transgresor para referirse a la necesidad de disuadir a las otras personas, o de implantar la prevención general como se la llama en Escandinavia. Así, se castiga al transgresor, no para que éste mejore —ya sabemos que no lo hará— si no para controlar a las otras personas. Esta idea de prevención general es el núcleo de la imagen del hombre para la teoría penal moderna. Se castiga al transgresor, no por sí mismo, ni siquiera por algún principio abstracto de justicia, si no para poder controlar concretamente a los demás. Se castiga a las personas para que sirvan como ejemplo aleccionador. El dolor se utiliza para beneficio de otros. Por haber cometido un delito, uno es usado como una cosa, en el proceso social.
El esfuerzo de la investigación empírica por descubrir si es útil usar al hombre está en completa armonía con esto. Ya me referí a los resultados de la prevención individual. No funciona. Cuando se trata de investigar sobre la prevención general, los resultados son más claros, sobre todo por la falta de claridad sobre el significado del concepto de “prevención general”. Nadie niega los resultados del control directo. Si hay un policía controlando el cruce de calles, serán más los conductores que respetan la luz roja. Lo que no queda claro es si dos años de cárcel tiene mayores efectos pedagógicos sobre la población general, que un año. La cuestión principal es que esto surge como un problema y como tal debe ser abordado por las investigaciones empíricas. Si dos años tuvieran mejores efectos que uno, esto hablaría en favor de hacer sufrir a los delincuentes durante dos años y no uno. Mediante la ciencia empírica estas mediciones obtienen cierta legitimación obvia. Como si las mediciones tuvieran alguna importancia cuando se las compara con consideraciones éticas, el cuestionamiento acerca de si fue correcto y justo lo que le pasó al transgresor.
Por supuesto que hay límites, aún dentro de este pensamiento de orientación utilitaria. Las personas culpables de cometer delitos pueden ser ejemplos aleccionadores, pero hasta cierto punto. Johs Andenæs (1974, p. 75), el gran profesor escandinavo de derecho penal, trata de combinar lo mejor de los dos mundos. En primer lugar, subraya las consideraciones utilitarias dominantes:
Me cuesta aceptar que deba ser tarea del estado aplicar castigo sin un objetivo práctico. Pero, agrega inmediatamente: Por otro lado, las consideraciones sobre la humanidad y la justicia crean los límites para el uso del castigo.
No se puede condenar de por vida a los que cometen robos menores, aún cuando esto pueda ayudar a mantener inactivos a ladrones potenciales. El no usar cinturones de seguridad —penado por la ley en Noruega— no puede castigarse con condenas largas, aún cuando al obligar a la población a usar cinturones pueda salvarse muchas vidas.
Por lo tanto, hay límites. El problema es que se emplea tanta energía e interés en la utilidad y en la investigación empírica, que nada queda para las cuestiones éticas. O expresado de otra manera: si mantener el pensamiento utilitario bajo cierto tipo de control y el principio de justicia como una limitación a lo que es útil, es considerado como un objetivo importante, mucho más lo es especificar estos límites creados por la justicia. Pero estas especificaciones no existen para el derecho penal moderno occidental. Las referencias a la humanidad y a la justicia siguen siendo generalizaciones, son una especie de charla cotidiana, ilustrada algunas veces por los ejemplos que dan los expertos sobre lo que ellos personalmente sienten que podría ser aceptable como una medida justa del dolor en determinadas situaciones. Las consideraciones sobre la justicia no están especificadas ni delimitadas, como si sólo fueran un decorado en torno al uso del transgresor como un instrumento de aleccionamiento popular.
Franz von Liszt fue uno de los padres del pensamiento utilitario dentro del derecho penal. Durante el siglo pasado tuvo una gran influencia sobre el pensamiento penológico, primero y principalmente en Alemania/Austria —donde nació y trabajó— pero que luego se extendió al resto del mundo industrializado. Su “Marburgerprogramm”, de 1882, fue considerado como la principal ruptura con el pasado oscuro donde los delincuentes eran castigados sin un buen objetivo, y donde las necesidades nacionales de los estados modernos no interesaban en el proceso penal. Un verdadero desperdicio de las oportunidades que ofrecen las sociedades industriales. Von Liszt predicó a favor del tratamiento de los que podían ser tratados y de la eliminación de los que no eran tratables, considerando siempre los efectos preventivos de la pena.
Sólo en los últimos años von Liszt, o mejor dicho sus ideas, fueron atacadas en su base. El ataque provino de dos posiciones opuestas, de la derecha y de la izquierda, de escritores radicales de derecho penal y de criminólogos, particularmente en Austria, y de círculos mucho más conservadores, como es el caso del Profesor Nauke de la Facultad de Derecho, de la Universidad Wolfgang Goethe en Frankfurt. Pero todos han atacado el pensamiento utilitario y reclamado alternativas. De estas posiciones surge la cuestión de la relación entre las ideas de von Liszt y el desarrollo de las instituciones penales en Alemania a partir de 1933. Nadie afirma que von Liszt sintiera simpatía por los nazis. Era un firme Socialdemócrata. También los abogados nazis criticaron ferozmente sus ideas. Pero fundamentalmente por considerarlas demasiado blandas. Sin embargo, estuvo a favor de la eliminación de los que no tuvieran cura, de las condenas indeterminadas y de la expulsión de elementos no productivos como los gitanos y los borrachos. Y lo que es muy importante, no presentó una guía efectiva de cómo limitar estas medidas. Como escribiera el Profesor Nauke (1982) en un extenso artículo que revisaba el programa de Marburg: el programa de política criminal de von Liszt sería útil para cualquier estado. Cualquiera.
Pero el pensamiento utilitario presenta problemas para los estados democráticos tradicionales y para los relativamente moderados. Muy especialmente cuando el pensamiento utilitario, anclado en las necesidades de los estados, crea problemas respecto a las minorías. La cuestión es muy simple: las minorías no pueden ganar en los sistemas que se basan en las decisiones de la mayoría, si no se aplican criterios externos de la ley estatal. Con consideraciones utilitarias como las últimas, no hay límites naturales para los excesos del estado. No hay razones naturales por las que la mayoría debiera mostrar moderación. Habiendo sido elegido democráticamente, el Parlamento, por unanimidad, puede con la mejor conciencia del mundo aplicar todo tipo de restricciones, incluyendo la pena por desobediencia. Es fácil que la cultura minoritaria se extinga dentro de los límites del estado democrático. El ser humano es considerado como alguien cuyos derechos son inferiores a los decididos por mayoría simple en una asamblea de estado.
En la búsqueda de remedio contra estos peligros del pensamiento utilitario, se han hecho nuevos intentos para proteger al transgresor vinculando directamente el castigo con el delito. En los países escandinavos, este intento se llama teoría penal “neoclásica”. Inkeri Anttila y Patrik Törnudd son sus principales voceros. En los EE.UU. este intento se conoce como modelo de “sólo lo merecido”, y Andrew von Hirsch su principal defensor, especialmente en su libro “Boing Justice” (1976). En ambos casos se intenta aplicar un castigo equivalente al acto cometido. El problema es que ni los castigos ni los actos son siempre equivalentes o iguales, excepto cuando intencionalmente se dejan de lado las diferencias entre las sociedades en que ocurren y entre las personas que los ejecutan o reciben. El modelo de “sólo lo merecido” en un intento de hacer justicia dejando de lado las variables más importantes. El hecho de dejar que la gravedad del delito determine la severidad del castigo ilustra —o expone— el cuadro extremadamente simplista del hombre y de sus actos que tiene el derecho penal moderno.
Tanto el pensamiento neoclásico como el modelo de “sólo lo merecido” quedan fácilmente al servicio del pensamiento utilitario. Los castigos deben ser justos en el sentido de igualdad, pero el nivel de los mismos puede ser mayor o menor según resulte útil para quienes legislan. El fuerte aumento de la severidad de los castigos en EE.UU. que se observa recientemente —en una supuesta lucha por la ley y el orden— fue posible de lograr dentro del marco de “sólo lo merecido”. Este último significa igual castigo para actos supuestamente iguales, pero el nivel puede establecerse fuera de las consideraciones puras de las necesidades del estado. Y una vez más: en cualquier estado.
Pero también es posible que el nivel de castigo dentro de los modelos neoclásicos y de “sólo lo merecido” se basa en consideraciones totalmente diferentes. Veamos.

III
Lo opuesto al derecho penal utilitario podría en primer lugar caracterizarse como el castigo sin un propósito. Se castiga por que sí. Lo mismo ocurre con el lamento. Uno se lamenta por lamentarse. El castigo se convierte en una cuestión moral. Existen normas para el castigo correcto, pero estas normas no se basan en lo que pueda considerarse como útil. Aún los activistas de las teorías sobre la prevención general —como ya vimos— creen que al menos hay límites para los castigos. Estas normas —límites— son las que supuestamente evitan que se cometan excesos con la prevención general. Pero esta es una excepción, las teorías penales no utilitarias parecen totalmente anticuadas en nuestros tiempos. El castigo sin un propósito suena anacrónico para las sociedades racionalmente orientadas hacia un objetivo. En los textos del derecho penal moderno estas teorías sólo son mencionadas como reliquias históricas que dejaron de aplicarse hace ya dos siglos.
Pero desde nuestra perspectiva —perspectiva que intenta captar la imagen del hombre según el derecho penal— el derecho penal no utilitario presenta algunas ventajas. El hombre no es sólo una cosa, una mercancía para utilizar. Además, si el castigo no tiene un objetivo social, tendremos la oportunidad de concentrarnos en un tema donde las teorías manipuladoras fracasan completamente. Cuando el castigo no tiene un objetivo, tenemos la libertad de concentrarnos en las consideraciones puramente morales. Somos libres para aplicar una imagen del hombre como una persona compleja, única, en interacción con otras personas también complejas, en situaciones que son siempre distintas.
Sin embargo, hay dos variantes principales de las teorías penales no utilitarias. Una tiene una similitud básica con las teorías utilitarias en un punto muy importante. Es una verdad fundada en autoridades fuertes, no disputables. Las teorías utilitarias tienen al estado como basamento. La mayoría de las teorías no utilitarias tienen citas de Dios, de los profetas o de otras autoridades. La concepción es que la verdad existe en alguna parte, otorgada por alguna autoridad absoluta, y la tarea del experto es traducir la verdad al lenguaje moderno. El teorizador sólo es un vocero de Dios, de la misma manera que los modernos
lo son del Estado.
Una alternativa a la idea de la ley como algo existente, realizada por Dios o por la naturaleza, es la de la justicia no existente, sino creada. Según esta alternativa la justicia no consiste en principios ya hechos que deben ser descubiertos por métodos aplicados dentro de la ley o de las ciencias sociales, sino como principios formulados en el proceso de su descubrimiento. Es el concepto de que la verdad no existe sino en el momento de su creación. Es la concepción del ser humano como un agente moral, como un profeta.
Así se abren nuevos interrogantes, como por ejemplo, cuál es la organización social más adecuada para crear normas de justicia y normas de castigo, en caso de que este último sea considerado. Algunos pensarán que los abogados son particularmente útiles en este proceso. Por el contrario otros pensarán que las personas comunes, no contaminadas por el sistema legal, son las más adecuadas. Yo estoy de acuerdo con estos últimos. La explicación está dada en un trabajo llamado “Conflicts as Property” (Christie, 1977). Sólo agregaré: los investigadores sociales no están en mejores condiciones que los abogados para realizar esta tarea. En particular, los estudios de la opinión pública sobre el sentido general de justicia no sirven, porque no son lo suficientemente profundos y en nuestro tiempo son sólo reflejos de estereotipos creados por los medios de comunicación. Los cuestionarios no son respondidos con la carga de la responsabilidad. Sólo los actos son los verdaderos tests de las opiniones, los actos concretos. Sólo a través de la participación responsable de la gente común, en casos concretos donde se debe decidir el uso de la pena, conoceremos profundamente sus principios de justicia. Es cuando ellos personalmente tienen que decidir sobre el uso de la pena, conoceremos profundamente sus principios de justicia. Es cuando ellos personalmente tienen que decidir sobre el uso de la pena, y especialmente cuando ellos mismos deben materializar la decisión tomada, cuando podemos conocer las ideas básicas emergentes del proceso de participación. En tales situaciones tienen que poner en práctica, en sí mismos, las imágenes de lo mejor. En realidad esto es lo que todos hacemos, todo el tiempo, en nuestras vidas. Es sorprendente ver qué tan limitadamente utilizamos generalizaciones como delito y delincuente, y también cuan limitada es para la mayoría de nosotros la necesidad de castigos severos dentro de estas áreas privadas o semiprivadas.
Por supuesto, hay opiniones en contra de confiar tanto en los seres humanos como para pensar que ellos pueden crear sus propias normas para lograr soluciones justas. La más importante probablemente sea la que se refiere a los derechos de las minorías. ¿Podrá la gente común ver a las minorías —especies de hábitos extraños— como personas, como seres humanos, y además tratarlos con la justicia necesaria? Debería haber tal vez, ciertas posibilidades de apelación, pero entonces, ¿cómo establecer los principios de justicia utilizados por los tribunales de apelación? Rawls (1971) hace una propuesta en “A theory of Justice”. La idea básica es que un grupo de personas comunes llegará a una decisión justa si ignoran su propio estatus. Si se los obliga a decidir sin saber si son pobres o ricos, negros o blancos, víctima o victimario, entonces es probable que sus soluciones expresen cierta “justicia abstracta”.
Sin embargo, debo confesar que soy un tanto ambivalente respecto a esta solución. La teoría de Rawls es a-sociológica y crea situaciones inhumanas. Las personas deben actuar con un máximo de conocimiento sobre quienes son —conocimiento responsable. Y también deben conocer a quién van a castigar. Entonces sabrán si el castigo es necesario.
En los últimos años hemos observado un mayor interés por la aplicación de medidas no penales, como una alternativa al castigo, la mayoría de las cuales se basa en discusiones directas entre las partes, que con frecuencia terminan en acuerdos de reparación del daño causado. Este cambio va desde el uso monopólico de la pena por parte del estado hacia los intentos por permitir que las partes tengan oportunidad de encontrarse y buscar por sí mismos formas de reparar el daño. Estas ideas en conjunto se llaman “ideas abolicionistas”, aunque algunas veces se las encuentra bajo denominaciones como “descarcelación o descriminalización”. El Consejo de Europa publicó en 1980 un informe muy influyente al respecto (Rapport sur la decriminalisation), siendo Louk Hulsman de Rotterdam el presidente del comité a cargo de su redacción. En Alemania, Sebastián Scheerer es el vocero más importante de estas ideas, mientras que en los países escandinavos se las asocia con Thomas Mathiesen y conmigo.
Este conjunto de ideas tiene como intención reducir el sufrimiento, aumentar las respuestas positivas, y confiar básicamente en los seres humanos comunes. Particularmente: si se permite participar responsablemente a las personas en sistemas sociales decentes, tenderán a comportarse de la misma manera. El hombre necesita un marco social que le permita mostrar sus cualidades humanas.
En Noruega, estas ideas han llevado a reformas legales concretas. Hemos creado allí un sistema que permite que todas las municipalidades tengan organismos para la resolución de los conflictos. El objetivo es que estos organismos se ocupen de las infracciones menores, hurtos menores, vandalismo, escándalos nocturnos, etc. Aquellos que se inclinan por el derecho penal dirán: por supuesto, tienen que limitarse a casos menores. Pero los grandes casos —los grandes pecados— deberán ser manejados incluso en el futuro por los tribunales.
En respuesta a este desafío, quiero terminar mi trabajo diciendo: por el contrario, son los grandes casos los que no se adecuan a los castigos —a la pena intencional.
El año pasado, estudiantes y colegas visitamos Birkenau, en Polonia, lugar tristemente conocido por muchos. Heinrich Himmler, observando el paisaje desde un puente, había decidido que era el sitio ideal para un campo de exterminio. Oculto, pero con buenas comunicaciones. Allí terminó un tramo del ferrocarril, para cinco millones de personas. Después de la guerra, en ese mismo lugar se construyó una horca, que fue utilizada para colgar a los comandantes de la SS. Pocas veces antes había visto ilustrado un acto tan sin sentido. Cinco millones de seres humanos, muertos de hambre, torturados, ejecutados, puestos en la cámara de gas. Y luego la nuca quebrada de un comandante. Por supuesto, era correcto que se lo juzgara en una ceremonia importante y muy seria. Pero en cuanto al castigo, me parece obvio que una respuesta más digna para aquellos que murieron en el campo de concentración hubiera sido dejar que el comandante siguiera con vida.
Si hubieran persistido fuertes razones para “castigarlo”, se le podría haber dicho ¡qué vergüenza!
Nuestras políticas criminales influyen sobre las imágenes que tenemos del hombre: cómo es, cómo debería ser. Pero las imágenes del hombre que tenemos de otras fuentes, también establecen normas para las políticas criminales.
Personalmente debo decir que, cuanto más cerca de las instituciones penales he trabajado, menos conforme he estado con las imágenes del hombre que de allí surgen. La propia existencia de la pena nos lleva a tener cuadros dicotómicos, una concentración incorrecta en los actos en lugar de las interacciones y en las personas, en lugar de en los sistemas sociales. En su forma utilitaria, se acepta que el hombre —y las tragedias humanas— sean utilizados para propósitos que están fuera del propio hombre. Esto lleva a que se cometan abusos que sólo se pueden evitar con una mayor y mucho más simplificada concentración en los actos que supuestamente son malos. Si es necesario usar la pena, ésta no deberá tener un propósito. Pero aún así necesitaríamos normas en cuanto a la cantidad de la misma. En mi opinión deberíamos confiar en la extraordinaria habilidad de las personas corrientes para crear estas normas. La mayoría de las personas serán maduras, capaces de enfrentar problemas complejos en forma justa, si se las coloca en situaciones sociales en las que puedan demostrar estos atributos.

REFERENCIAS:
Andenaes Johs (1974) Alminnelig strafferen. Oslo.
Anttila, Inkeri and Patrik Tornudd (1973) Kriminologi i kriminalpolitiisk perspektiiv. En brobok Sth.
Christie, Nils (1977) Conflicts as property, Br. J. Crim. 17: 1-19.
Council of Europe (1980) Rapport sur la decriminalisation. Strasbourg.
Hirsch, Andrew von (1976) Doing justice. The choice of punishments. USA.
Hirsch, Andrew von (1983) Recent trends in American criminal sentencing theory. The Maryland Law Review, 42 6-36.
Hulsman Louk: Penal reform in the Netherlands. Part I and II 1981: 20 pp. 150-159 and 1982: 21 pp. 35-47.
Hulsman Louk and Bernat de Célis, J. (1982) Peines perdues: le systeme penal in question. París.
Mathiesen, Thomas (1974). The Politics of Abolitionism. Oslo and London.
Naucke, Wolfgang: Die kriminalpolitik des Marburger programms 1882. Zeitschrift für die gesamte Strafrechttoissenschaft 1982: 94/Helft 3.
Scheerer, Sebastian (1984) Avpenaliseringsteori nordisk tidsskrift for kriminalvinskab, 71: 273-285.
Törnudd, Patrik (1975) Deterrence research and the needs of legislative planning. In National Swedish Council for Crime Prevention: General Deterrence, pp. 326-343.
Stangl, Wolfgang (1984) Editorial.
Kriminalsoziologische Bibliographie. II. Heft 42.


 (Aparecido en Cohen, Hulsman, Mathiesen, Christie y otros, «Abolicionismo Penal». Buenos Aires: EDIAR, 1989, pp. 127-141.)

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